miércoles, 6 de octubre de 2010

¿Quiénes son la sal de la tierra y la luz del mundo?



El pasaje de Mateo 5.13-16 ha sido emblemático para el pensamiento evangélico. “La iglesia: sal y luz del mundo”, portadora de la verdad de Cristo hacia toda nación, baluarte salvador de una sociedad en putrefacción. Lema de congresos, tema de predicaciones, imagen heroica de creyentes que quieren salvar el mundo.

Pero nos olvidamos de un pequeño detalle exegético en este pasaje: Jesús se estaba dirigiendo a un público particular al decir esas palabras. ¿Quiénes eran? Enfermos, endemoniados, sufrientes y personas llegadas de zonas remotas, quienes seguramente representaban a los “paganos” e “impuros” (Mt. 4.24-25). A ellos les decía Jesús: son la sal de la tierra y la luz del mundo. A los dejados fuera, a los impuros, a los “excluidos”.

Al darme cuenta de esto, se me vinieron a la mente distintas construcciones teológicas que se han hecho en relación a esta idea. Aquellas propuestas por las teologías de la liberación han sido tal vez las más propagadas. Pero creo que, más allá de su gran aporte y riqueza, aquellos pobres y excluidos vistos como ese Gran Sujeto Histórico conciente de sí mismo que han propagado, dista de ser realista y, a mi juicio, hasta limitante de la profundidad de lo que el texto bíblico podría llegar a indicar.

Es así que recordé a Giorgio Agamben y su trabajo en torno al concepto resto en la tradición judeocristiana. Dice:

"El resto es, pues, a la vez un excedente del todo respecto a la parte, y de la parte respecto al todo, quien funciona como una máquina soteriológica muy especial […] En particular, el resto permite situar en una perspectiva nueva nuestras nociones de pueblo y democracia, ya anticuadas, aunque quizá no renunciables. El pueblo no es ni el todo ni la parte, ni mayoría ni minoría. El pueblo es más bien lo que no puede jamás coincidir consigo mismo, ni como todo ni como parte, es decir, lo que queda infinitamente o resiste a toda división, y que –a pesar de aquellos que gobiernan- no se deja jamás reducir a una mayoría o minoría. Y esta es la figura o la consistencia que adopta el pueblo en la instancia decisiva, y como tal él es el único sujeto político real." (El tiempo que resta, Trotta, Madrid, 2005, pp.61-62)

Jesús se dirige a ese resto, a ese grupo plural y heterogéneo que dista de tener una identidad única. Ese grupo representa a hombres y mujeres con dolor, con expectativas, con preguntas. Representan comunidades, expresiones e identidades por fuera de las “creencias oficiales”. El texto bíblico ni siquiera indica que todos y todas allí creían en Jesús. Muchos y muchas seguramente ni le conocían; tal vez sólo a partir de rumores que pululaban por la región. Ellos son el “pueblo”, como dice Agamben. Pero no un pueblo en tanto identidad conciente y acabada en sí misma, sino como resto y exceso de lo dado, de lo imperante, de lo oficializado. Es el pueblo cuya identidad se construye en la pluralidad de sus experiencias, decires e identidades, no como madeja prolija de un mismo color.

Este resto es la sal y la luz. Dios decide alumbrar y saborizar nuestra existencia a través de lo excluido, de los dejados fuera, de los “caídos del sistema”. Dios se manifiesta a partir de ese pueblo caracterizado no por representar un mismo estándar identitario sino por su movimiento nómade, por su deseo de plenitud y humanidad, por compartir intuiciones y no seguridades, por dejarse llevar tras el placer de lo que escucha, de la vivencia compartida, y no por la rigidez de la letra confusa e insensible.


Nicolas Panotto

Licenciado en Teología por el Instituto Universitario ISEDET, Buenos Aires. Actualmente realizando una Maestría en Antropología Social en FLACSO Argentina. Miembro de la Fraternidad Teológica Latiniamericana.


Fuente: LUPA PROTESTANTE

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