por Jaume Triginé
El filósofo protestante Soren Kierkegaard, considerado como uno de los precursores del existencialismo, con el fin de explicitar las dificultades a la hora de trasmitir y comunicar los contenidos de la fe al hombre y a la mujer contemporáneos, escribió la denominada parábola del payaso.
La acción se sitúa en Dinamarca, su tierra natal. Más concretamente en un circo ambulante en el que se declaró un incendio. El director del circo, al percatarse del hecho, envió a un payaso, vestido con su indumentaria, que estaba a punto de salir a la pista del circo para hacer reír a niños y adultos, al pueblo en el que el circo había recabado para pedir ayuda para sofocar las llamas.
El payaso corrió tanto como pudo y al llegar al pueblo empezó a pedir a sus habitantes que fueran con urgencia al circo para ayudar a extinguir el fuego. Pero los habitantes del pueblo creyeron que se trataba de una estratagema para que la gente asistiese a la representación. Por mucho que el payaso tratase de convencerles de la veracidad de sus palabras, los habitantes del pueblo creían que el payaso estaba interpretando su papel. Sus ropas le jugaron una mala pasada. Cuando vieron el fuego, ya era demasiado tarde. El circo y el pueblo fueron pasto de las llamas.
La parábola del payaso ejemplariza la situación de la iglesia a la hora de compartir la fe. Poca gente otorga credibilidad al mensaje que pretendemos transmitir por el hecho de ir vestidos con ropas propias de otros momentos históricos. El pobre payaso puede decir lo que quiera, pero todos saben que sus ideas y sus expresiones nada tienen que ver con la realidad. Sus atuendos no le ayudan.
La parábola del payaso debería sugerirnos algunas preguntas acerca de los ropajes con los que nos dirigimos, a quienes quieren escucharnos, a la hora de compartir nuestras convicciones cristianas: ¿Los presupuestos fundamentalistas, muy presentes en nuestros lares, ayudan o dificultan una aceptación razonable de la fe? ¿Cuál es el resultado de una interpretación literal de la Biblia que no tiene en cuenta la necesidad de adecuar los presupuestos y el lenguaje de una mentalidad semítica a nuestra realidad occidental? Por mucho que nos esforcemos, como el payaso, es prácticamente imposible que nuestros contemporáneos puedan aceptar, valga como ejemplo, los mitos bíblicos como si fueran historia objetiva.
Difícilmente se comprende el antropomorfismo psicológico que proyectamos en Dios. Es cierto que en la mayoría de las religiones se atribuye a Dios un carácter personal (también el cristianismo) porque la noción de persona integra los aspectos más sustantivos de todo ente existente. Ahora bien, ¿cuál es el riesgo del antropomorfismo, insuficientemente explicado? ¿Qué imagen de Dios se genera cuando este es presentado a través de imágenes, emociones y reacciones humanas que más bien desacreditan el componente de trascendencia y esencialidad inherente a la divinidad? ¿No se hace necesario explicar que siempre que hablamos de Dios lo hacemos por la vía de la analogía?
¿Qué impacto produce un relato preñado de posturas anticientíficas frente a leyes y teorías contrastadas como el origen del universo y de la materia, el emerger de la vida, la integralidad del ser humano, las bases neurológicas de la conciencia…?
Nos cuesta, además, hacernos entender. Nuestro lenguaje religioso, por un lado, poco o nada comunica a una generación con una cultura religiosa de mínimos. Por otro lado, nuestro relato se halla impregnado de conceptos y paradigmas ausentes en el discurso social. ¿Qué deben entender nuestros interlocutores cuando empleamos nuestra jerga evangélica?
Por otro lado, ¿es asumible, en plena globalización, la pretensión de ser depositarios de toda la verdad, negando a los demás su parcela de conocimiento de lo sagrado? ¿Es lógico el exclusivismo reduccionista que nos arrogamos? ¿Qué imagen traspasamos?
Como en el caso del payaso, con todos estos ropajes difícilmente alcanzaremos credibilidad. Cualquier configuración de la trascendencia, además de la experiencia individual y por ello subjetiva, requiere de la razonabilidad.
La evolución del conocimiento, de la técnica, de las ciencias y de la cultura en general, ¿no nos obliga a un ejercicio de mayor humildad? Históricamente, la religión ha pretendido monopolizar áreas como las ciencias o la política. Es hora de que otros gestores se ocupen de estos temas: los científicos de las ciencias y los políticos de la estructuración social. ¿Acaso no perdemos credibilidad, como le ocurrió al payaso, cuando pretendemos transmitir ciencia empírica (como en el caso del creacionismo) desde la Biblia?
Uno de los principios básicos en el modelo de la comunicación humana es emplear el código lingüístico del receptor del mensaje. Nuestro lenguaje debe ser culturalmente comprensible. Es cierto que el lenguaje espiritual o religioso debe apoyarse en el elemento simbólico y la metáfora. Ahora bien, de modo compatible con el lenguaje más objetivo de las ciencias naturales y sociales. Es urgente lograr que la experiencia de fe resulte comprensible, creíble y practicable para los hombres y mujeres de nuestro tiempo histórico.
Ya que Dios no es reducible a ninguna expresión religiosa, ¿no nos permitiría captar más globalmente la dimensión del hecho espiritual y religioso la aceptación del pluralismo, la práctica del ecumenismo espiritual y el diálogo interreligioso? ¿No se hace necesario estar abiertos a otros puntos de vista para ampliar la conceptualización de Dios? No hablamos de sincretismo o de amalgama de credos, sino de síntesis creativa y enriquecedora desde la propia identidad.
Con sus ropajes, el pobre payaso, a pesar de su vehemencia no logró convencer a los vecinos del pueblo. Nuestra vehemencia, con los ropajes equivocados, tampoco logra grandes resultados en nuestro contexto. ¿Quizá el contenido y la finalidad del mensaje cristiano requieren de ropajes de mayor rigurosidad y actualidad?
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