La mayoría de los seres humanos, por no decir todos, a lo largo de nuestra vida atravesamos por experiencias que podríamos catalogar de sepulcro. Tras la experiencia de “muerte” llega, inevitablemente, el rito de ser sepultado, o lo que es lo mismo, el rito que otras personas hacen por nosotros para introducirnos en la oscuridad, en la nada, en el no-ser.
Con los tiempos que corren, es más que probable que estemos enfrentando situaciones mortuorias de todo tipo: la situación social; las políticas que llevan a las personas a situaciones insostenibles; circunstancias personales, laborales o familiares que parecen no tener solución y que, aparentemente, nos condenan a la sepultura; una sepultura que nosotros no hemos ni provocado, ni generado.
Sin duda, la singularidad de la fe cristiana tiene que ver con la firme convicción de la resurrección. Las Escrituras afirman que Jesús resucitó y, sin embargo, antes de la resurrección pasó por la experiencia de la muerte, y los suyos por la experiencia de enterrarlo. Mi pregunta es si algo tan desagradable como la muerte y la tumba es capaz de aportar algún aspecto positivo. Y vamos a intentarlo a través de la narración que a este respecto nos ofrecen los evangelios; por ejemplo, Juan: 20,1-18.
Después de los terribles acontecimientos que habían llevado a Jesús a la tortura y a una muerte violenta e injusta, y a los suyos a una indescriptible experiencia de dolor y decepción, no hay más remedio que enfrentarse a lo inevitable: el sepulcro; ese lugar frío, oscuro y ausente de toda vida.
Al inicio del texto propuesto nos encontramos a María Magdalena, testigo preferencial de todos los acontecimientos, dirigiéndose al sepulcro donde habían enterrado a Jesús, a primera hora de la mañana “cuando todavía estaba oscuro”. Pero, cuando María llega al sepulcro se encontró con algo que no esperaba: sólo un lugar vacío experimentado como pérdida y dolor.
Los evangelios parecen indicar que María Magdalena tuvo una relación muy especial con el Galileo. Ella, junto a otras mujeres, le acompañó hasta el final, al pié de la cruz.
En la narración de Juan nos la encontramos yendo al sepulcro donde habían puesto al maestro, pero cuando llega no se encuentra lo que esperaba. El texto nos dice que vio que “la piedra había sido quitada”, y ella inmediatamente tiene la impresión de que algo no va bien y no se siente con la fuerza necesaria como para mirar dentro y valorar exactamente qué ha pasado. Así que se va a buscar ayuda, concretamente se dirige a Pedro y al “discípulo que el Señor amaba” (Juan) y les ofrece su percepción de los hechos: “Se han llevado al Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto.” Con estas palabras, la Magdalena pone de manifiesta su creciente experiencia de vacío, dolor y pérdida. Para ella, la muerte de Jesús ya fue una intensísima experiencia de dolor, pero el sentimiento de vacío y de pérdida ante la piedra movida del sepulcro la superó y buscó una posible explicación.
Me pregunto, cuántas veces en nuestras experiencias vitales hemos compartido los sentimientos de vacío, pérdida y dolor de María y hemos tratado de buscar una explicación, que por otra parte no se adapta exactamente a lo que realmente pasa.
Por lo que parece, María no se siente con las fuerzas suficientes como para afrontar ella sola la situación que se ha encontrado en el sepulcro y comunica a sus compañeros, Juan y Pedro, lo que ella cree que ha pasado: “Se han llevado al Señor…”, y cunde el pánico.
Ante la posibilidad de que la tumba del Señor haya sido profanada, Pedro y Juan se ponen en marcha. Salen corriendo para verificar qué ha pasado exactamente. Al principio salen juntos, pero hay uno que se adelanta y llega primero. Sin embargo, al echar el primer vistazo sólo ve el sudario (mortaja) y se queda tan desconcertado y perplejo que no se atreve a entrar en el sepulcro, como tampoco se atrevió a entrar María. Ni María, ni Juan fueron capaces, en ese momento, de recordar las palabras del Maestro, simplemente no entendían lo que estaba pasando. Entonces, llegó Pedro y él entró y, junto al otro discípulo que, ahora sí, se animó a seguirle, se hicieron cargo de la situación y entendieron lo que no habían entendido hasta entonces, que “Jesús debía resucitar de entre los muertos.” Y sólo en ese momento desaparecen el desconcierto y la perplejidad para dar paso a creer de verdad en lo que Jesús les había dicho. Y el texto nos dice que “los discípulos volvieron de nuevo a su casas”. Y tal vez lo hicieron con muchas preguntas, sin embargo, ante lo que ellos consideran como la constatación de lo que su maestro les había dicho algún tiempo antes, consideran que ya no les queda nada más que hacer, sólo volver cada uno a su vida de siempre. Lo que han visto en el sepulcro, sólo el sudario, les ha dejado desconcertados y perplejos, pero han encontrado una explicación: Jesús les había hablado de su muerte, sí, pero también de su resurrección.
La analogía es clara. Nosotros, ante experiencias “de muerte” y de “sepultura” podemos quedarnos como estos dos discípulos con una especie de explicación que llega a convertirse en una coartada para volver a nuestra vida de siempre, aunque en el fondo sabemos que nunca será igual que antes. No nos gusta el vacío, la pérdida y el dolor, ni vivir desconcertados y perplejos, así que lo más lógico es hacernos cargo de la situación, analizarla, racionalizarla y volver a “nuestras casas” y, con suerte, vivir en paz y lo mejor posible.
Sin embargo, el texto de Juan va más allá del vacío, de la pérdida, del dolor, del desconcierto y de la perplejidad ante una tumba y nos dará una gran lección.
Mientras los dos discípulos verifican la tumba, se convencen de las palabras de Jesús y vuelven a casa, María no se conforma. Necesita saber qué ha pasado con el cuerpo, ¿Por qué no está dónde debe estar? Su desolación es absoluta y, al parecer, por su actitud, la decisión de los dos discípulos de abandonar el sepulcro no acaba de convencerla, y ella se queda; no sabe muy bien para qué, pero se queda.
María llora desconsoladamente junto al sepulcro de su maestro. Sin su cuerpo, sin un lugar de referencia, la pérdida es absoluta y concluyente. No quiere volver a su vida de siempre porque Jesús se la había cambiado de una forma irrefutable, y ahora que todo parece perdido sólo tiene ganas de llorar y de permanecer cerca de lo único que le queda del maestro: una tumba sin cuerpo.
El texto nos dice que, en medio de su llanto, miró dentro del sepulcro y vio “dos ángeles vestidos de blanco” que le hacen una pregunta crucial: ¿Por qué lloras? A ella no se le ocurre nada más que darles la misma explicación que les había dado a los discípulos: “”se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. La consternación de María era tan fuerte que fue incapaz de reconocer a Jesús cuando le hizo la misma pregunta que los ángeles: “¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?” Su confusión la lleva a pensar que era el hortelano y le ruega que le de alguna información sobre el cuerpo que ella consideraba sin vida y ausente del lugar que le correspondía: la tumba.
Sin embargo, como siempre, y a pesar de lo que podamos pensar, la vida se abre paso incluso en las experiencias más dolorosas. Cuando Jesús llama a María por su nombre, ella le reconoce, reconoce que la vida ha triunfado y que esa vida la hace capaz de emprender nuevos proyectos relacionados estrechamente con ella: “¡He visto al Señor!”
En la narración de Juan no sólo asistimos a la resurrección de Jesús, se nos da el privilegio de ser testigos de la resurrección de unos discípulos abatidos, incrédulos, vacíos, decepcionados… Y ese sólo fue el principio de un acontecimiento que cambió de forma radical la historia de la humanidad.
Fuente: Lupa Protestante
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