En estas líneas quisiera reflexionar sobre nuestros rostros. El rostro es símbolo de encuentro, de cercanía. Por medio de él nos definimos frente al mundo. Nuestras facciones, nuestra sonrisa, nuestras arrugas y nuestras lágrimas hablan de nuestra historia, de lo que fuimos, somos y seremos. Por el rostro nos tornamos personas, seres en relación a otros, a un ambiente y también al Otro Absoluto, a Dios, que en nuestro caso es el Dios cristiano, el Padre de Israel y de Jesús.
El rostro además de una connotación biologicista, forma parte de la dimensión bíblica y teológica. El Dios que se reveló a nuestros padres en la primera alianza mostró supanim, concepto hebreo que hace referencia a su rostro, a su presencia personal, la cual interviene a favor de su pueblo. Los lugares bíblicos en los cuales aparece el tema del rostro son variados y se pueden clasificar en dos tipos: uno, los textos que expresan que el hombre no puede ver el rostro de Dios y que si lo hace encuentra la muerte inmediata. Y en segundo lugar, también los relatos en los cuales se muestra a Dios hablando cara a cara con el elegido, estoy pensando en el caso paradigmático de Moisés en Ex 33,11. La literatura espiritual de Israel, por ejemplo los Salmos, continuamente presentan el anhelo del creyente de buscar el rostro de Yahvé o también el deseo de que Él muestre su faz.
No es la intención de esta reflexión realizar un tratado veterotestamentario del concepto del rostro, más bien quisiera centrarme en la reflexión cristiana que se realiza en torno a él teniendo como presupuesto que Jesucristo es el rostro del Padre, su imagen visible. Por la Encarnación del Hijo, Dios rompe su silencio y se revela icónicamente al hombre. Los textos paulinos y joánicos muestran este misterio en la expresión “lo que hemos visto y oído”. El Dios cristiano ha mostrado su rostro en Jesús de Nazaret. Por ello el Apóstol dirá: “Él (Jesucristo) es la imagen visible del Dios invisible” (Col 1,15). Pero, ¿cómo es esa manifestación facial?
Podríamos dividir esta revelación en dos momentos. Primero es gloriosa. Esto lo vemos de manera eminente en la Transfiguración: “Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol…” (Mt 17, 2). En el Tabor, Jesucristo adelanta lo que será la Resurrección y la gloria futura. La luz en su rostro es la glorificación que viene de Dios Padre y que ilumina la esperanza de los creyentes. Pero Jesús es consciente de que antes de experimentar esa gloria de manera total debe venir la pasión y la cruz. ¿Qué lugar vendrá a ocupar entonces el rostro? ¿Tiene cabida este rostro glorioso en la derrota?
Los textos del Tercer y Cuarto Cántico del Siervo de Yahvé nos pueden aportar algunas luces: “Ofrecí mi espalda a los que me golpeaban, mis mejillas a los que arrancaban mi barba. Mi rostro no escondí a los insultos y salivazos” (Is 50, 6); “No tenía apariencia ni presencia, le vimos y no tenía aspecto que pudiésemos estimar. Despreciado, marginado, hombre doliente y enfermizo, como de taparse el rostro por no verle. Despreciable, un Don Nadie” (Is 53, 2-3). La crudeza de los textos isaianos no dejan de estremecernos. Casi podemos contemplar a este estropajo humano, a este muerto viviente. La teología ha leído la pasión de Jesús a la luz de los textos del Siervo de Yahvé y ha reconocido en este siervo al mismo Hijo de Dios. ¿Y ese rostro doliente, que no es grato mirar, sigue presente hoy?
La respuesta lamentablemente es sí. Y ¿dónde está ese rostro? Está en tantos y tantas, en esos miles y millones de rostros desfigurados por el hambre, por la guerra, por el terrorismo de los Estados, por los gobiernos dictatoriales, por la cesantía, por la exclusión racial, sexual, cultural, económica o religiosa. Está presente en las mujeres, en los niños, en los jóvenes y en los ancianos. En aquellos que son considerados un “Don Nadie”. En aquellos que llevan el signo del Siervo doliente de Yahvé. En ellos, el Dios cristiano ha revelado su rostro, un rostro que asusta, que no quiere mirarse, que es escandaloso y paradójico. Pero es un rostro que salva. Por esto, el autor del tercer cántico de Isaías puede concluir: “Por eso le daré su parte entre los grandes y con poderosos repartirá despojos ya que indefenso se entregó a la muerte y con los rebeldes fue contado, cuando él llevó el pecado de muchos, e intercedió por los rebeldes” (Is 53,12).
El Dios cristiano todavía está mostrando su rostro y espera hablar con nosotros cara a cara y como amigos, así como lo hizo con el viejo Moisés en el Sinaí. Aún quiere invitarnos al Tabor para que su Hijo muy amado nos revele cómo será el futuro que aguardamos en esperanza, un futuro preñado de resurrección y vida plena. Pero también ese Dios está esperando ser encontrado en los rostros de los que son perdedores a los ojos del sistema económico y social imperante, en esos rostros mutilados, en los desparecidos y torturados, en las minorías raciales, sexuales y culturales.
¡Sí hermanos: el Dios de los cristianos ha mostrado, muestra y mostrará su rostro! ¡Sólo debemos clamar con el salmista: muéstranos tu rostro, no escondas tu faz a tus siervos!
Fuente: Lupa Protestante
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