por Ignacio Ramonet
“El mundo será salvado, si puede serlo, solo por los insumisos.”
André Gide
Primero fueron los árabes, luego los griegos, a continuación los españoles y los portugueses, seguidos por los chilenos y los israelíes, y el mes pasado, con ruido y furia, los británicos.
Una epidemia de indignación está sublevando a los jóvenes del mundo. Semejante a la que, desde California hasta Tokio, pasando por París, Berlín, Madrid y Praga, recorrió el planeta en los años 1967-1968, y cambió los hábitos de las sociedades occidentales. En una era de prosperidad, la juventud pedía paso entonces para ocupar su espacio propio.
Hoy es diferente. El mundo ha ido a peor. Las esperanzas se han desvanecido. Por vez primera desde hace un siglo, en Europa, las nuevas generaciones tendrán un nivel de vida inferior al de sus padres. El proceso globalizador neoliberal brutaliza a los pueblos, humilla a los ciudadanos, despoja de futuro a los jóvenes. Y la crisis financiera, con sus “soluciones” de austeridad contra las clases medias y los humildes, empeora el malestar general. Los estados democráticos están renegando de sus propios valores. En tales circunstancias, la sumisión y el acatamiento son absurdos. En cambio, las explosiones de indignación y de protesta resultan normales. Y se van a multiplicar. La violencia está subiendo…
Aunque, en concreto, el formato mismo del estallido no es semejante en Tel Aviv y Santiago de Chile o Londres. Por ejemplo, la impetuosa detonación inglesa se ha distinguido, por su alto grado de violencia, del resto de las protestas juveniles, esencialmente no violentas (aunque no hayan faltado los enfrentamientos puntuales en Atenas, Santiago de Chile y varias capitales).
Otra diferencia esencial: los amotinados ingleses, quizás por su pertenencia de clase, no supieron verbalizar su desazón. Ni pusieron su furor al servicio de una causa política.
O de la denuncia de una iniquidad concreta. En su guerrilla urbana, ni siquiera saquearon con ira sistemática los bancos…
Dieron la (lamentable) impresión de que solo las maravillas de los escaparates atizaban su rabia de desposeídos y de frustrados.
Pero, en el fondo, como tantos otros “indignados” del mundo, estos revoltosos expresaban su desesperación, olvidados por un sistema que ya no sabe ofrecerles ni un puesto en la sociedad, ni un porvenir.
Un rasgo neoliberal que, de Chile a Israel, irrita particularmente, es la privatizacion de los servicios públicos.
Porque significa un robo manifiesto del patrimonio de los pobres.
A los humildes que no poseen nada, les queda por lo menos la escuela pública, el hospital público, los transportes públicos, etc., que son gratuitos o muy baratos, subvencionados por la colectividad. Cuando se privatizan, no solo se le arrebata a la ciudadanía un bien que le pertenece (ha sido costeado con sus impuestos) sino que se desposee a los pobres de su único patrimonio. Es una doble injusticia. Y una de las raíces de la ira actual.
A este respecto, para justificar la furia de los insurrectos de Tottenham, un testigo declaró: “El sistema no cesa de favorecer a los ricos y de aplastar a los pobres. Recorta el presupuesto de los servicios públicos. La gente se muere en las salas de espera de los hospitales después de haber esperado a un médico infinidad de horas…”.
En Chile, desde hace tres meses, decenas de miles de estudiantes, apoyados por una parte importante de la sociedad, reclaman la desprivatización de la enseñanza (privatizada bajo la dictadura neoliberal del general Pinochet, 1973-1990). Exigen que el derecho a una educación pública y gratuita de calidad sea inscrito en la Constitución. Y explican que “la educación ya no es un mecanismo de movilidad social. Al contrario. Es un sistema que reproduce las desigualdades sociales”. A fin de que los pobres sean pobres para la eternidad…
En Tel Aviv, el 6 de agosto pasado, al grito de “¡El pueblo quiere la justicia social!”, unas 300 000 personas se manifestaron en apoyo al movimiento de los jóvenes “indignados” que piden un cambio en las políticas públicas del gobierno neoliberal de Benyamin Netanyahou. “Cuando a alguien que trabaja —declaró una estudiante— no le alcanza ni siquiera para comprar de comer es que el sistema no funciona. Y no es un problema individual, es un problema de gobierno”.
Desde 1980 y la moda de la economía reaganiana, en todos estos países —y singularmente en los estados europeos debilitados hoy por la crisis de la deuda—, las recetas de los gobiernos (de derechas o de izquierdas) han sido las mismas: reducciones drásticas del gasto público, con recortes particularmente brutales de los presupuestos sociales. Uno de los resultados ha sido el alza espectacular del paro juvenil (en la Unión Europea: 21 %; en España: ¡42,8 %!). O sea, la imposibilidad para toda una generación de entrar en la vida activa. El suicidio de una sociedad.
En vez de reaccionar, los gobiernos, espantados por los recientes derrumbes de las Bolsas, insisten en querer a toda costa satisfacer a los mercados. Cuando lo que tendrían que hacer, y de una vez, es desarmar a los mercados. Obligarles a que se sometan a una reglamentación estricta. ¿Hasta cuándo se puede seguir aceptando que la especulación financiera imponga sus criterios a la representación política? ¿Qué sentido tiene la democracia? ¿Para qué sirve el voto de los ciudadanos si resulta que, a fin de cuentas, mandan los mercados?
En el seno mismo del modelo capitalista, las alternativas realistas existen. Defendidas y respaldadas por expertos internacionalmente reconocidos. Dos ejemplos: el Banco Central Europeo (BCE) debe convertirse en un verdadero banco central y prestarle dinero (con condiciones precisas) a los estados de la eurozona para financiar sus gastos. Cosa que le está prohibida al BCE actualmente. Lo que obliga a los estados a recurrir a los mercados y pagar intereses astronómicos… Con esa medida se acaba la crisis de la deuda.
Segundo: dejar de prometerlo y pasar a exigir ya la Tasa sobre las Transacciones Financieras (TTF). Con un modesto impuesto de un 0,1% sobre los intercambios de acciones en Bolsa y sobre el mercado de divisas, la Unión Europea obtendría, cada año, entre 30 000 y 50 000 millones de euros. Suficiente para financiar con holgura los servicios públicos, restaurar el Estado de bienestar y ofrecer un futuro luminoso a las nuevas generaciones.
O sea, las soluciones técnicas existen. Pero ¿dónde está la voluntad política?
(Tomado de Le Monde Diplomatique)
Fuente: ApiaVirtual
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