lunes, 16 de enero de 2012

Revisitar el paraíso. (Crónica)


Crónica


1.

La noción del paraíso terrenal (postulo) es arquetípica. Quizá no una idea innata, como las que Platón creía poseer, pero sí una idea implantada en la conciencia de los hombres desde tiempos tan remotos que se funden con la intemporalidad. Desde la época (otra hipótesis indemostrable) en que nuestros antepasados se volvieron sedentarios. Des-de que tuvieron ocio para pintar las paredes de las cuevas donde se refugiaban, para contarse cuentos al calor del fuego recién domesticado y simple y llanamente para pensar más allá de la urgencia. Gozaban de estas libertades (un supuesto más) por lo general en la noche: una vez que habían terminado de trabajar. Pues la noción o, si se prefiere, la nostalgia del paraíso está ligada al trabajo. Mejor dicho: es lo opuesto al trabajo. Su abolición. “Con grandes fatigas sacarás de la tierra el alimento en todo el curso de tu vida”, le dijo el Dios del Génesis a Adán al expulsarlo del Jardín de Edén, y a Eva la condenó a sufrir las labores del parto.

El paraíso existe por definición en un antes. O cuando no exactamente antes, en un no ahora. No, o ya no, aquí. Si la utopía es el no lugar, el paraíso es el lugar primigenio. O, en su defecto, primitivo. Un espacio ajeno, si no anterior, al imperio de la necesidad. El sitio de donde todos, por el pecado muy humano de querer saber qué hay más allá, nos sentimos desterrados. Un destino al que, sin embargo, no todos deseamos ni mucho menos podemos regresar.

Solo a unos cuantos, por lo común despistados o privilegiados, les toca en suerte abstraerse aunque sea episódicamente del mundo no paradisíaco en donde viven. Los hippies de los años sesenta y setenta, por medio de la renuncia incompleta y caprichosa a la civilización occidental contemporánea, destacan entre los primeros. Los turistas ecológicos de este siglo XXI, gracias a la explotación vacacional de las ventajas de la tecnología moderna, constituyen la casi totalidad de los segundos. Ambos grupos de gente, que en ciertos casos pueden ser la misma gente pero muchos años después, se caracterizan por buscar y en raras ocasiones encontrar paraísos artificiales: los únicos (valga la paradoja) asequibles en realidad.

Temo contarme entre aquellos casos ciertos. Sin ser hippie ni nada parecido, en mi adolescencia y primera juventud exploré el universo paralelo de los psicotrópicos, mientras con creciente incomodidad acampaba en playas y selvas y bosques apenas frecuentados por el hombre (blanco). Sin ser rico ni por desgracia nada semejante, a últimas fechas me ha alcanzado el presupuesto para darme el lujo, incosteable para mí hasta hace poco, del ecoturismo. En los dos tipos de viaje quise visitar un módico paraíso y al término de la visita creí haber vuelto a mi vida ordinaria con alguna enseñanza provechosa.

Nunca pude (lo confieso apenas ahora) recordar con exactitud ni mucho menos comunicarle a nadie más, ni siquiera a quienes habían viajado conmigo, el interés de mis experiencias alucinógenas. Pero tamaño olvido, por lo demás semejante al que sucede a una borrachera apocalíptica, pertenece o debería pertenecer a otro escrito. En este solo me importa asentar que lo único que todavía retengo y soy medianamente capaz de transmitir de mis contados atisbos paradisíacos es lo que aprendí en mis vacaciones más burguesas.


2.

Por mis propias razones lo llamaré: La Isla. El hotel o resort o como se llame, compuesto de ocho búngalos o cabañas o como se llamen, además de una considerable palapa bajo cuyo cónico techo de paja coexisten la cocina y el restorán y algunos espacios de esparcimiento, ocupa un terreno selvático que linda con una playa que linda, por supuesto, con el mar. Lo primero que he aprendido en mis viajes ecoturísticos es que, dígase lo que se diga del Edén en la Biblia, los paraísos mexicanos están siempre junto al mar. El plural no es figurativo. México (pese a las muchas e ingobernables calamidades que lo azotan) abunda en paraísos. No hay estado costero de la república que no se jacte de tener por lo menos uno.

El de La Isla está en la descomunal Bahía de Banderas, al sur de Puerto Vallarta, en una pequeña ensenada a la que solo es posible acceder, como es natural, por vía marítima. Luego de abordar en el aeropuerto un taxi enviado por el hotel, de atravesar las congestionadas calles de la ciudad, de recorrer veintitantos kilómetros de una carretera pródiga en curvas y en camiones, de trepar a una panga en el embarcadero y de cabalgar las olas broncas del Pacífico durante casi media hora más, uno está a punto de sentirse literal y gratamente aislado. El entusiasmo decae de golpe cuando uno advierte que en medio de la ensenada flota una aparatosa embarcación de casco de madera y con tres mástiles, semejante (uno supone) a la Nao de China o a algún otro barco antiguo que uno se confiesa incapaz de nombrar, y que en torno de esa mole anclada, cuyos tamaño y redondez le confieren una dignidad materna, varias lanchas minúsculas y a motor, semejantes (uno metaforiza sin mucha fantasía) a vástagos descarriados de aquella mala madre, hacen cabriolas zumbando con furia de motonetas acuáticas mientras un par de yates anodinos y modernos depositan a sus pasajeros en tierra. “Las playas en México son federales y cualquiera tiene derecho a visitarlas”, explica (creyendo acaso que uno es extranjero pese a hablar un español comprensible) el timonel de la panga, que luego hará también las veces de mesero, de camarero y de guía selvático. Uno se pregunta, no sin mezquindad, si valdrá la pena haber pagado tantos dólares por algo que otros disfrutan casi gratis.

Fuente: Letras Libres

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