lunes, 11 de agosto de 2014

Un momento crucial para América Latina.


RAÚL ZIBECHI

El periodista uruguayo explica la situación creada en torno a la deuda Argentina a raíz de la sentencia del juez Thomas Griesa a favor de los fondos buitre, haciendo un repaso de la evolución de la deuda de ese país durante los cuarenta años previos a la suspensión de pagos de 2001. La situación actual, «corolario de ese saqueo», parte de la dictadura, con el apoyo de EEUU y la banca internacional, asegura.

2014/08/02
Se puede trazar una línea roja entre la especulación financiera (incluyendo, claro, el petróleo) y las guerras, los golpes de estado y las dictaduras. La dramática situación por la que atraviesan los escenarios más críticos del mundo –desde la destrucción de Siria y la guerra contra los niños en la Franja de Gaza hasta la escalada de conflictos en Ucrania– tienen un común denominador: desestabilizar, generar caos y corrupción para hacerse con gigantescas ganancias, que pueden ser reservas de gas, petróleo o minerales.

El caso de Argentina se despeja con una sencilla revisión cronológica de su deuda. En 1976 la deuda era de 8.200 millones de dólares, a razón de 320 dólares por cada argentino. En 1983 llegó a 43.500 millones de dólares. En 1996, trepaba a 96.000 millones y en 2001, cuando se declara la cesación de pagos, llega a 144.000 millones, a razón de casi 4.000 dólares por habitante.

Lo que sucedió en estos cuarenta años explica la situación actual. La deuda estalló en el breve período 1976-1981, el período más duro de la dictadura militar, bajo el gobierno de Jorge Rafael Videla. Se multiplicó por cinco en siete años. La política económica de la dictadura es explicada por Eric Toussaint, en su libro “Deuda externa en el Tercer Mundo: las finanzas contra los pueblos”.

Para obtener préstamos de los bancos privados, el Gobierno exigía que las empresas públicas se endeudaran. Un caso paradigmático fue el de la petrolera estatal YPF (Yacimientos Petrolíferos Fiscales), una empresa exitosa cuya deuda en 1976 era de 372 millones y contaba con recursos suficientes para financiar su desarrollo. Siete años después su deuda alcanzaba 6.000 millones de dólares. Pero lo peor es que la mayor parte del dinero no llegó a la caja de la empresa; quedó en manos de los militares. La gestión fue tan desastrosa que en 1982 todo el activo de la empresa estaba prendado por deudas.

Las reservas del Estado argentino «no eran administradas ni controladas por el Banco Central», escribe Toussaint, sino que los empréstitos contratados con los bancos del Norte «eran inmediatamente recolocados como depósitos en esos mismos bancos o en otros bancos competidores». Más del 80% de las reservas obtenidas por los préstamos fueron colocadas en bancos fuera del país, a intereses menores que los que se pagaban por la deuda. De ese modo, se obtenían recursos para financiar importaciones y comprar armas, al precio de desangrar al país e hipotecar su futuro.

Dos datos más para cerrar este triste capítulo. Al finalizar la dictadura, el Banco Central declaró que no tenía registro de la deuda externa pública, lo que llevó a que las autoridades «tuvieran que basarse en las declaraciones de los acreedores extranjeros y en los contratos firmados por los miembros de la dictadura», aunque no hubieran pasado por el control del Banco Estatal. Lo segundo es que el Estado asumió la deuda de las filiales argentinas de las multinacionales, entre ellas Renault, Ford, IBM, Bank of America, Deutsche Bank, y otras.

La destrucción del patrimonio argentino y su endeudamiento fueron posibles por el terrorismo de Estado, los 30 mil desaparecidos y la brutal represión instalada por los militares. El régimen no se hubiera sostenido sin el apoyo de los Estados Unidos y de la banca internacional. Lo que vino después, fue consecuencia de este breve y brutal saqueo. Bajo el gobierno de Caros Menem se privatizó YPF con una pérdida de 60.000 millones de dólares, porque el gobierno encargó al banco estadounidense Merril Lynch la evaluación del precio de la empresa, para lo que redujo deliberadamente en un 30% las reservas de crudo disponibles.

La privatización de Aerolíneas Argentinas fue más grotesca aún. Los Boeing 707, que siguieron volando en la empresa privatizada, se cotizaron a 1,54 dólares cada uno, precio de chatarra para aviones que todavía tenían vida útil. Todo lo anterior, que parece ciencia ficción, viene detallado en el libro de Toussaint (Editorial Nueva Sociedad, México, 1998, pp. 189-195), así como en otros trabajos.

Lo que está sucediendo ahora es el corolario de este saqueo. En 2005 y 2010 el 92,4% de los tenedores de títulos entraron en el canje de deuda que están cobrando sin contratiempos. Pero el 7% restante fueron comprados por los fondos buitres, que ahora presionan a través de la justicia estadounidense. Si el Gobierno argentino les pagara, los que entraron en el canje deberían recibir el mismo beneficio, lo que tendría un costo que podría llegar a los 500.000 millones de dólares, más que el PIB del país.

Sin embargo, los buitres del sistema financiero son apenas una parte del problema. La otra está en la región, que no acierta a sentar las bases de una nueva arquitectura financiera. Hasta los grandes empresarios brasileños están exigiendo que el Gobierno se involucre. El presidente del Consejo de Comercio Exterior de la poderosa Federación de Industrias de São Paulo, dijo que «así como Estados Unidos ayudaron a México en 1995», durante la crisis de la deuda, «Brasil debe jugar un papel de mediador en esta situación». La industria brasileña depende, en gran medida, de sus exportaciones hacia Argentina, donde coloca el 20% de las ventas del sector.

Recientemente los países latinoamericanos se pronunciaron a favor de Argentina, a través de la OEA, la Unasur y el Mercosur. En la reunión de los BRICS en Fortaleza, Brasil, los países sudamericanos marcaron su posición junto a los emergentes, lo que fue un gesto interesante si no queda en retórica. Sin embargo, como señala Carlos Lessa, expresidente del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social de Brasil durante el primer gobierno de Lula, los países de la región están lejos de tener un proyecto nacional.

«Existen muchos países en la globalización que persiguen proyectos nacionales. El ejemplo principal es China, pero de cierto modo India y Rusia también tienen proyectos nacionales, en tanto Brasil no lo tiene» (IHU Online, 28 de julio de 2014). Ese es el punto. La falta de proyecto afecta a todos los países sudamericanos, incluso a Brasil, que lo tiene en los papeles pero no es consecuente con la hora de ponerlo en práctica.

Los países integrados en la Alianza del Pacífico (Colombia, Perú y Chile) juegan a favor de la hegemonía estadounidense. Los del Mercosur tienen todas las condiciones para avanzar, pero los grandes proyectos fueron, o bien olvidados, como el Gasoducto del Sur, o están estancados, como el Banco del Sur. Los cinco países del Mercosur, más Bolivia y Ecuador, tienen la suficiente fuerza como para neutralizar a la Alianza del Pacífico. Falta voluntad y bastante coraje político.

Este es un momento de inflexión. Hasta el conservador empresariado industrial brasileño, por instinto de supervivencia, estaría de acuerdo en acelerar la integración. En los papeles figura incluso la posibilidad de crear una moneda regional, digamos un euro sudamericano. Es cierto que cualquier paso en la dirección de salirse de la hegemonía del dólar implica la posibilidad de que la superpotencia comience maniobras desestabilizadoras, como hace en Venezuela.

Nada que no pueda enfrentarse si se tienen claros los objetivos. El principal obstáculo, pienso en las elites que gobiernan Brasil, Argentina y Uruguay, es que romper con Washington implica asumir costos políticos (como la desestabilización) que sólo pueden afrontarse apelando a la movilización popular. Es posible que el temor a la calle haga retroceder a estos gobiernos, como sucede en Brasil desde las manifestaciones de junio de 2013.

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