miércoles, 20 de julio de 2011

Hacia una reformulación de nuestra fe en el Dios de Jesús.



Manuel Ossa es el traductor del libro de Roger Lenaers, Otro cristianismo es posible al que dedicamos el curso 2008-2009 en ATRIO [quienes se inscribieron y no lo recuerdan, pueden pedir la dirección y la clave de acceso para las presentaciones y comentarios de todo el curso]. Manuel, con quien seguimos en contacto, nos ha enviado recientemente este corto y jugoso texto que presentamos para la reflexión y comentario este “martes teológico”.

Haciéndome cargo de la carencia apuntada por Samuel en su exposición [en el curso de la Reunión de profesores de teología PUC y CTE, en el Campus San Joaquín de Santiago de Chile], quisiera decirles por dónde voy buscando mi propio juicio o entendimiento previo al leer el evangelio. Está todavía en elaboración, en un esfuerzo de expresar también el “desde dónde” una persona de nuestros días se puede acercar a Jesús.

Durante siglos, la iglesia se ha apoderado de la interpretación de símbolos que, cuando acontecieron como palabras y acciones liberadoras, trajeron consigo una explosiva toma de conciencia de grupos de hombres y mujeres que, reunidos primero en torno a Jesús, se pusieron luego en movimiento, impulsados por él y su memoria, e inspiraron y activaron sus vidas hacia una nueva visión de Dios. Esta visión era nueva, porque apuntaba al desbancamiento de todas las divinidades empíreas y de ultratumba, y a su reemplazo por la esperanza en que una acción consciente y mancomundada de muchos lograría la instauración de relaciones humanas caracterizadas por la compasión, la justicia y el amor en el presente y el futuro histórico.

Los símbolos que fueron vehículos de esta visión y esperanza que debía realizarse en la historia, se fueron convirtiendo poco a poco en sustancias o cosas a-históricas o sobrenaturales.

  • Así Jesús dejó de ser considerado como el hombre de Nazaret que tuvo una potente visión y misión transformadora y llegó a ser símbolo del ser humano por excelencia, para tornarse en un ser divino, venido desde fuera y vuelto hacia las afueras del mundo humano.
  • Dios y el Reino esperado por Jesús dejaron de ser entendidos como los percibía Jesús al decir: “cuando les digan que está aquí o allá, no hagan caso… porque es como el relámpago…”, es decir, como aquello que acontece, fugaz pero hondamente, en cada acto de amor al prójimo. En vez de ello, se tornó de nuevo en un Ser Supremo, garante y vigilante del orden impuesto por la autoridad fáctica de los grupos de poder dominantes en la sociedad.
  • De igual manera, el “espíritu” de Jesús, que había sido símbolo de la energía, el entusiasmo y el gozo de la entrega a la situación y tarea humana de vivir y convivir fue sustituido por la representación de una supuesta “tercera persona” en la tríada del poder divino y social, “persona” o “sustancia” extraña a la humanidad, existente en sí, pero no en nosotros.

Todas estas dimensiones humanas fueron el fondo de la experiencia de Jesús y de su entorno inmediato. Ni Jesús ni sus discípulos disponían del instrumentario verbal adecuado para referirse a ellas en términos que dieran cuenta cabal de la novedad de su experiencia. Su experiencia era única e inédita, pero fue “editada”, por así decirlo, en imágenes y palabras que todavía traían el lastre de las viejas relaciones humanas que, sin embargo, esa experiencia nueva quería suplantar: las relaciones de poder, generadoras de injusticia, dominación y desigualdad. Así se explica que, a poco andar, la experiencia de Jesús comenzara a ser domesticada en y para la vieja morada de poder donde había habitado la humanidad desde casi siempre. A esa morada se la llamó “iglesia” y ésta volvió a ser un “templo” en honor del “dios” que legitima como “orden” al poder social y político de la riqueza y sanciona, como desorden, a quien se le oponga – un Dios, pues, muy distinto del que Jesús llamara su Padre.

Para mí, Dios no existe, sino que acontece. Hay Dios cuando hay dos o tres reunidos en amor y esperanza para esta vida. El acontecer de Dios es el de su Reino. Entre Jesús y sus primeros seguidores, aconteció Dios de una manera muy especial y paradigmática. Decir que Jesús es Dios no es describir una esencia, sino apuntar a que tal vez en ese grupo de hombres y mujeres aconteció Dios como pocas veces en la historia de la humanidad: se abrió una esperanza para esta vida. Una esperanza, por lo demás, para la que no hay ninguna garantía “divina”, fuera de la “divinidad” de nuestra propia responsabilidad colectiva que responde a la chispa de esperanza que entonces se encendió.

Manuel Ossa

31 de mayo 2011

Reunión de profesores de teología PUC y CTE, en el Campus San Joaquín.

Fuente: ATRIO

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