sábado, 17 de marzo de 2012

¡Silencio!


por José Arregi



Hace unos días, a la salida de clase en la Universidad de Deusto-Bilbao, me dirigía a mi despacho por un pasillo de aulas. En una de ellas, una profesora daba clase con megafonía. El aula debía de ser espaciosa y el grupo numeroso. En eso, la voz timbrada y fluida de la profesora se interrumpió un instante. Y gritó (sí, gritó): “¡Silencio!”. Me estremeció. Y me dio mucha tristeza, por la profesora, por sus alumnos… y por mí mismo: pronto me esperaban otras dos horas de clase con un grupo numeroso y difícil.
¿Cómo es posible que en una Universidad de prestigio reconocido, en cuyo emblema se lee Sapientia melior auro (“la sabiduría es mejor que el oro”) una profesora tenga que gritar para pedir silencio? ¿Cómo queremos que el oro no nos corrompa a todos, profesores y alumnos, si no aprendemos todos el arte y la sabiduría del silencio? ¿De qué sirve instruir si no aprendemos a callar?
Las ingenierías más modernas del país, y las disciplinas más comerciales del Derecho, y las Business Schools más exitosas del mundo, y todas las filosofías y todas las psicologías, y todas las ciencias de la comunicación y todas las letras de todas las Humanidades, y todas las más sofisticadas innovaciones pedagógicas y las tecnologías más punteras de enseñanza, y todas las guías de aprendizaje y el universo mapa de competencias genéricas y específicas, y todas las plataformas y portafolios y foros y aulas virtuales por útiles y necesarios que resulten, y todas las reformas de Bolonia por razonables que sean, y todas las Q de calidad y de excelencia por merecidas que estén… ¿todo ello para qué? ¿De qué sirven si no aprendemos y enseñamos simplemente a callar? Simplemente callar y escuchar en silencio. Escuchar el silencio sonoro, el silencio sagrado, el silencio revelador.
“La palabra vale dos monedas, el silencio vale dos”, sentenció un rabí judío hace casi dos mil años. Y otro enseñó: “Si el silencio es bueno para el sabio, ¡cuánto más para el necio!”. No me pondré a clasificar sabios y necios, pues esa sutil línea divisoria nos atraviesa a todos por dentro. Mucho menos osaré afirmar –suprema sinrazón– que solo los alumnos deben aprender a callar y que solo los profesores pueden imponer silencio.
Sí, pero… dejadme que os pregunte, queridas alumnas/os: ¿Os parece tolerable que un profesor deba callar o gritar para reclamar silencio? No son retóricas mis preguntas. ¿Cómo haréis un mundo mejor que éste que estáis heredando de nosotros, si no aprendéis el silencio y el respeto, la atención y la deferencia, y también una amable docilidad? ¿Para qué invertir en la Universidad años tan valiosos y costosos de vuestra bella juventud, si no procuramos entre todos hacer de las aulas un lugar de silencio y de humanidad?
Todo está ahí en juego, amigos: vuestros padres, vosotros mismos y los hijos que un día tendréis, y la sanación de este mundo maravilloso y herido. “El silencio es la mejor medicina”, enseñó otro rabí judío, maestro de la palabra.
El silencio es el camino, tanto o más que la palabra. Del Silencio nació la palabra, como el agua nace del fondo oscuro de la fuente, y así ha de seguir siendo. La palabra nos conduce al Silencio, como los riachuelos llevan al fondo del valle, como los ríos llevan al fondo oscuro del océano y de allí a las nubes oscuras que fecundan la Tierra.
Así debiera ser en el aula, amigas/os, aunque la materia os aburra y el profesor sea mediocre. A menudo me entran en clase profundos deseos, que a veces, como sabéis, no contengo, de callar y deciros: “¡Mirad ese árbol! ¡Mirad esta luz! ¡Mirad cómo llueve! ¡Mirad dentro de vosotros mismos, mirad en los ojos los unos de los otros! ¡Escuchad, escuchad este silencio! ¡Respirad, por favor, y escuchad el silencio! O escuchad este cuenco tibetano”.


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