Salvador Santos
El comienzo de la actividad pública de Jesús no se debió a un arrebato repentino; tampoco, a ningún impulso misterioso ajeno a su voluntad. Él saltó al escenario de la historia habiéndoselo pensado antes. Dio el paso tras una existencia difícil y una vez hubo comprendido el trasfondo de la realidad de su tiempo. Reaccionaba, así, ante el acoso inhumano de un sistema sin puertas de salida. Como cualquier otra persona, necesitó reflexión, tiempo, influencias, amigos, estímulos y determinación para arrancar con la locura de su proyecto.
Los cuatro evangelios registran el inicio de su andadura vinculándolo al entorno y la actividad de Juan el Bautista. La coincidencia señala:
. Que sucedió así.
Que Juan tuvo una influencia significativa en la vida y el proyecto de Jesús, favorecida por la amplia y sólida relación entre ambos personajes.
Así y todo, de la lectura de los evangelios sinópticos puede extraerse la falsa idea de que la comunicación entre Juan y Jesús se limitó al bautismo de este con solo ellos dos como únicos protagonistas.
Marcos cuenta el hecho con sobriedad:
“…llegó Jesús desde Nazaret de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán” (Mc 1,9).
Mateo evita mencionarlo explícitamente. Apunta, en cambio, la voluntad expresa de Jesús por bautizarse. El dato sirve de apoyo a sus intenciones: declarar la superioridad de Jesús sobre Juan. La acción del bautismo queda, pues, en un segundo plano. El evangelista habla de él usando solo el verbo y una vez realizado:
“…llegó Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara. Juan intentaba disuadirlo…
…una vez bautizado…” (Mt 3,13.14.16).
Lucas esquiva referir el contacto entre ambos personajes y, al igual que Mateo, tampoco narra el suceso. Alude a él enmarcándolo con cierta vaguedad en un contexto de bautismo colectivo:
“Luego de bautizarse el pueblo entero, y mientras oraba Jesús después de su bautismo…” (Lc 3,21).
Los sinópticos sintetizaron con esta concisión la etapa de convivencia entre Juan y Jesús. Marcos aportó sin temblarle el pulso el dato histórico de la aceptación por parte de Jesús del bautismo de Juan. Sería absurdo achacar a la imaginación del evangelista un acontecimiento que situaba a Jesús en posición subordinada respecto al Bautista. Mateo y Lucas, aunque disimularon algo el hecho, no osaron desmentirlo.
No hay contradicción entre los datos ofrecidos por los tres primeros evangelios. Revelan miradas desde entornos y momentos bien distintos. Coinciden en la parquedad como intento de pasar de largo sobre el bautismo de Jesús y restar importancia a un evento imposible de ocultar después de ser publicado abiertamente por Marcos.
El material relativo a los momentos compartidos por Juan y Jesús es escaso aun sumando algunos apuntes de interés incluidos en el cuarto evangelio. Pese a ello, y con ayuda de otros textos alusivos al Bautista, merece la pena indagar en la relación que ambos mantuvieron para entresacar las afinidades y desacuerdos habidos entre esos dos personajes tan singulares.
EL BAUTISTA
Juan fue un hombre de pueblo (Lc 1,39), excedido en carácter y luchador entregado por la causa de los más débiles. Su personalidad aparece marcada por una extrema e insobornable coherencia. El atuendo que le distinguía y el menú que degustaba:
“Juan iba vestido de pelo de camello, con una correa de cuero a la cintura, y comía saltamontes y miel silvestre” (Mc 1,6)
han llevado a imaginarlo equivocadamente como un anacoreta dedicado al sacrificio y la penitencia. Conviene saber, sin embargo, que la nota pormenorizando vestido y comida no sugiere ascetismo, sino identidad y empuje. Marcos, fiel a su estilo, da que pensar y presenta a Juan en dos trazos significativos:
Es el anunciador del tiempo definitivo.
Al margen del sistema, no le falta el alimento.
Unos apuntes:
a. El manto de pelo de camello, ideal para deambular por aquellas zonas desérticas, formaba parte del ajuar típico de los antiguos profetas:
“Aquel día se avergonzarán los profetas de sus visiones y profecías y no se vestirán mantos de pelos para engañar” (Zac 13,4).
b. El cinturón de cuero sirvió para identificar al profeta que, según la tradición (Mal 3,23), regresaría antes de la época definitiva:
“El rey les preguntó: ¿Cómo era el hombre que os salió al encuentro y os dijo eso?
Le contestaron: Llevaba una piel ceñida con un cinto de cuero.
El rey comentó: ¡Elías, el tesbita!” (1 Re 1,7-8).
c. Los ortópteros de su dieta (langostas, saltamontes, cigarrones) formaban parte del alimento normal para habitantes o itinerantes en la zona. Incluso se podían adquirir en puestos especializados de la plaza. Se tomaban cocidos o tostados. El libro del Levítico los recomienda en toda su diversidad e incluyendo alguna otra especie:
“De estos insectos de cuatro patas podéis comer únicamente los que tienen las patas traseras más largas que las delanteras, para saltar con ellas sobre el suelo. Podéis comer los siguientes: la langosta en todas sus variedades, el cortapicos en todas sus variedades, el grillo en todas sus variedades, el saltamontes en todas sus variedades” (Lev 11,21-22).
d. Respecto a la miel silvestre, un manjar selecto y de alto valor energético, dice el Deuteronomio que Dios se sirvió de ella para alimentar al pueblo:
“El Señor solo los condujo… Los crió con miel silvestre, con aceite de roca de pedernal” (Dt 32, 12-13).
Pero a Juan se le reconoce, ante todo, por su actividad, la que dio origen al apelativo con que se le etiquetó para siempre: el Bautista.
Esa denominación, sin embargo, ha conducido a equívocos. La tarea principal de Juan no consistía en presionar sobre la cabeza u hombros de la gente para ayudarla a zambullirse en el río. Más que bautizar, Juan incitaba a hacerlo. Correspondía a cada persona ejecutar la acción física de sumergirse o bautizarse (βαπτισθῆναι), significando con ello la opción personal tomada previamente: la ruptura con la sociedad injusta. El hecho, de carácter público, era realizado colectivamente a una voz o indicación de Juan como respuesta positiva a su discurso.
Juan eligió el Jordán para la inmersión. A diferencia de los continuos lavados rituales judíos o de la secta de los esenios, su bautismo se llevaba a cabo una sola vez. Simbolizaba la renuncia total (ahogamiento) a colaborar con el orden injusto y la disposición a formar parte de una sociedad nueva a la espera de la definitiva intervención de Dios para instaurar con ella su reinado. Desierto y paso del Jordán, rememorando los inicios del pueblo, prefiguraban esa última etapa soñada por una buena parte de la población en situación crítica.
Para aquellas gentes, las cosas parecían no tener más solución que la divina. Todos los intentos anteriores –y no fueron pocos– por subvertir el orden existente recurriendo a métodos violentos cosecharon muerte y ruina a raudales.
Palestina se encontraba intervenida por el imperio dominante. La nación judía abonaba el elevado coste de su intervención mediante sangrantes impuestos y mano de obra barata (esclavos). Bajo la bota del poder político-militar ocupante, la humillación generó una atmósfera irrespirable y la presión económica hizo la vida insostenible. Por el contrario, las autoridades civiles y religiosas judías sacaban sustancioso partido de su connivencia con el gran imperio. Terratenientes, grandes comerciantes y arrendatarios de impuestos también disfrutaban del lujo, beneficiados por una estabilidad mantenida a base de legiones espada en mano.
Un abismo distanciaba los sectores urbano y rural. El flujo económico en las ciudades importantes permitía una diversidad de formas de vida y niveles de dignidad. En las aldeas, en cambio, vivir suponía una conquista diaria. Las deudas de los campesinos alcanzaron niveles de imposible devolución y muchos de ellos perdieron las tierras con que las avalaban. La banca privada (prestamistas) se apropió sin escrúpulos de sus terrenos. De una agricultura para la subsistencia familiar se pasó, entonces, a una producción agrícola destinada a generar moneda adaptándose a la demanda del mercado: cereales, vino y aceite. Se concentró la riqueza y se extendió la penuria. El paro se tornó endémico; la carga impositiva, humillante. Lejos de derivar recursos para aliviar el problema, el Banco Central Nacional (el Templo) mantuvo firme el criterio económico habitual: su propio engorde. Los líderes religiosos, por su parte, se concentraron en lo suyo, el entretenimiento en discusiones morales de baja talla y la filigrana jurídico-religiosa para exigir a la gente, ya exprimida al máximo por los impuestos y el hambre, el estricto cumplimiento de sus sagradas normas.
Consciente de la dureza del panorama, Juan ahuyentó la resignación y se echó al desierto. Al parecer, la tarea sacerdotal de su padre, Zacarías, no le entusiasmaba ni le parecía útil para ayudar a la transformación de aquel estado de cosas. Desechó, por tanto, proseguirla y buscó un lugar profano, distante del poder político y al margen de la institución religiosa. De ninguno de ellos, a su juicio, saldría la solución. De modo que apostó por el pueblo. El poder supremo nunca reconocería el valor de su actividad (Mc 11, 27-33).
Él no encontró la fórmula para sacar a la gente del atolladero. Sí se percató de la insuficiencia de la indignación popular y de la necesidad de un doble compromiso individual: la renuncia a participar en la sinrazón de aquel orden y la apuesta enérgica por la justicia. Encontró la mejor manera de acelerar el cambio esperado alentando al pueblo a prepararse ante la inminente llegada de la etapa definitiva, la que impondría la igualdad.
Usó la práctica de la inmersión en el río como símbolo de esa drástica alternativa. Dicha opción exigía el reconocimiento general de las propias deudas con el otro. Como consecuencia se accedía a obtener la amnistía divina:
“…y él los bautizaba en el Jordán, a medida que confesaban sus pecados” (Mt 3,6).
“…un bautismo en señal de enmienda, para el perdón de los pecados” (Mc 1,4).
Pero la llamada a la justicia sobresalta al Poder. Por eso la máxima autoridad buscó al perturbador exigiéndole clarificación sobre su sospechosa actividad:
“¿Cómo te defines tú?” (Jn 1,22).
La declaración del Bautista contiene una denuncia a las mismas autoridades que hacen indagaciones. Él trabaja en arreglar lo que ellos han torcido. De ahí que desarrolle su tarea alejado de la institución. El poder religioso ha demostrado su inviabilidad:
“Declaró: Yo, una voz que grita desde el desierto: Enderezad el camino del Señor”(Jn 1,23).
No resulta extraño que el bautismo de Juan generase una seria alarma en la cúpula del poder. Le exigen responsabilidades:
“Entonces, ¿por qué bautizas, si no eres tú el Mesías ni Elías ni el Profeta?” (Jn 1,24).
Sumergirse en el río estaba lejos de ser un asunto espiritual. Representaba para el pueblo una puerta abierta a la comprensión, a la emancipación y a la praxis en favor de la justicia. Se entiende así el temor de las autoridades. El poder político, el económico y el religioso temen a las puertas. Las consideran peligrosos agujeros; brechas por donde se les escapa su negocio. Por ese motivo rechazaron el contenido del discurso de Juan:
“Porque Juan os enseñaba el camino para ser justos y no le creísteis” (Mt 21,32)
La voz del Bautista fue callada de un tajo… ¡en su cuello! Herodes Antipas, el representante en Galilea del imperio dominante, un don nadie para Jesús (Lc 13,32), ordenó su asesinato. Según el historiador Flavio Josefo, por razones políticas: el temor a una rebelión popular. Marcos situó el momento en un festín de los poderosos mostrando la incompatibilidad entre poder y justicia. La explicación del impresionante relato de Mc 6,17-29 puede leerse en Atrio.org La semilla de la igualdad 3. La voz asesinada por el rey.
Fuente: Atrio
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