martes, 25 de enero de 2011

Cristianos sin iglesia en un mundo en crisis .


Máximo García Ruiz

Los hombres nunca hacen el mal tan completa y alegremente como cuando lo hacen desde la convicción religiosa”. Lo dijo Blaise Pascal (1623-1662), un niño prodigio y matemático y físico francés de primer orden, conocido más por su contribución a las ciencias a las que dedicó la primera parte de su vida, que como filósofo y teólogo a cuyas disciplinas se dedicó los últimos ocho años que terminó cuando apenas tenía 39 años de edad. Se trata, pues, del pensamiento de un teólogo con profunda formación científica; y las suyas, unas palabras que suenan con dureza y pueden herir la sensibilidad de algunos feligreses de las diferentes religiones, pero que encierran una gran contundencia que, en manera alguna, queremos eludir.


Corren tiempos recios para las religiones, especialmente en el mundo occidental, más preocupado por la crisis financiera, la crisis de valores y el desempleo, que por las querellas religiosas y las frívolas condenas de algunos jerarcas religiosos a quienes parece preocuparles únicamente los asuntos de bragueta, sin prestar atención a las riadas de creyentes que, aún cuando sigan siéndolo, van alejándose de sus respectivas parroquias, en las que no encuentran respuestas apropiadas a sus inquietudes y necesidades espirituales, cuando la respuesta, si la hay, no se torna en agresión. Se alejan, por lo regular, de forma silenciosa, formando esa masa creciente de “cristianos sin iglesia”, sin filiación de ningún tipo, pero que no por ello renuncian ni a su fe personal ni a una espiritualidad que no han sido capaces de cultivar en las iglesias[1] .

Un prototipo de cristiano sin iglesia fue Miguel de Unamuno, quien pasó una buena parte de su vida buscando respuestas que ni encontró en la Iglesia católica a pesar de su permanente búsqueda existencial (incluso de sus retiros espirituales con el cura Lecanda en Alcalá de Henares), ni en sus contactos con teólogos y pastores protestantes, con los que mantuvo un intenso intercambio epistolar. “La fe”, dijo Unamuno en el tránsito de una de sus crisis religiosas cuando contaba 33 años, “es un hecho en los que la poseen y disertar sobre ella los que no la tienen es como si una sociedad de ciegos discutiera acerca de lo que oyeran hablar de la luz a los videntes”[2]. Unamuno se debatía en esa época entre la razón y la fe, buscando aferrarse a una fe que se le resistía. Bajo la dirección de su amigo el cura Lecanda quiso liberarse de su lucha por buscar a un Dios racional para encontrarse con el Dios del Evangelio. “Padezco una descomposición espiritual, una verdadera pulverización bajo la cual palpita la voluntad de mi mente, su fuerte deseo de creer, de creer en sí, en que no se aniquila”[3] . La fe, efectivamente, es un hecho en quienes la poseen. No cabe enzarzarse en discusiones ni análisis. Se cree o no se cree. Todos los intentos para demostrarla son absolutamente inútiles.

Muchos de esos creyentes sin iglesia han aprendido a valorar la espiritualidad humana, una espiritualidad que se aferra a la ética y que se desarrolla al margen de la espiritualidad católica, o protestantes, o musulmana; fuera de la espiritualidad y la ética que proyectan las religiones, porque siguiendo el Evangelio consideran, los que la buscan o practican, que tampoco estos valores hacen acepción de personas, ni son patrimonio de ninguna religión en particular. Claro que ¿cómo hablar de ética dentro de un sistema político corrupto, sea capitalista o comunista, dictatorial o democrático, o desde unas religiones comprometidas con esos sistemas políticos?

Son tiempos en los que las iglesias deberían revisar los postulados religiosos para ver si están o no dando respuestas adecuadas a las demandas y necesidades espirituales de los hombres y mujeres de hoy, y no caer en el error de confundir liturgia, adoctrinamiento o sistemas eclesiales de rígido control religioso con espiritualidad. Porque ocurre lo que ya en el siglo pasado denunciaba John A. Mackay, afirmando que algunas iglesias habían caído en “la herejía que podríamos llamar paradójicamente la herejía de la ortodoxia”. De algunas personas se dice que mueren de éxito; hay iglesias de las que puede decirse que mueren de ortodoxia, pero a las que les falta proyección espiritual.

Fuente:Lupa Protestante
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