«Que con la práctica de nuestro compromiso diario hagamos decir a los que nos rodean: “Aquí no está todo perdido”. Aquí hay señal de Esperanza. Dar señales de Esperanza» (
Diamantino García)
«Dios es más objeto de esperanza -respetuosa del misterio- que de saber»[1]. Y, por ello mismo, es menor la sabiduría del corazón creyente sobre Dios que la gran esperanza que siente: la humanidad sobre la tierra, impulsada y acompañada por el Espíritu de Dios», camina poco a poco hacia la culminación del Reino de Dios anunciado por Jesús de Nazaret. El Reino es la gran meta divino/humana proclamada con multitud de palabras por la tradición cristiana.
Este horizonte de lo humano denuncia la miopía de una ciudadanía con su «esperanza desvanecida», que se ha dejado secuestrar su mejor utopia (una humanidad libre en una sociedad justa y pacificada) por los encantos de los mercaderes y de los mercenarios; y que, al mismo tiempo, padece colectivamente algo que bien se podría denominar «el síndrome de Estocolmo». Señala también el estrabismo de muchos cristianos nostálgicos que entornan sus ojos hacia el pasado como si en él se hubiera garantizado mejor la salvación de Dios. Pero sobre todo el horizonte del Reino es una provocación que invita a caminar[2] y a “organizar la esperanza” en este mundo.
Vivimos, sin embargo, un momento histórico en el que resulta realmente problemático permanecer abiertos al futuro y constantes en la esperanza. Son tiempos en los que el cristianismo debe «salvar la esperanza» y ofertarla como su mejor contribución a la humanidad. No hacerlo significaría abandonar a su suerte a los hombres y mujeres de hoy.
1. Breve memorial de un desengaño.
La sencilla rememoración de la biografía personal y colectiva de la generación a la que pertenezco será suficiente para percibir la singladura que la conciencia utópica ha seguido en los últimos cuarenta años.
El segundo tramo de los años cincuenta del siglo pasado constituyó una especie de escenario de la espera donde permanecimos cautivos por una expectativa de la Utopía que, como Godot[3], el Personaje Ausente, no acudía nunca a la cita. Los años sesenta discurrieron entre climas culturales favorables a los sueños utópicos. La distensión de la guerra fría en el panorama mundial, protagonizada por J. F. Kennedy y N. Kruschev, los intentos de un marxismo con rostro humano, la irrupción de los pobres en la escena mundial (las luchas de los pueblos latinoamericanos, el triunfo de la revolución cubana, Vietnam y las figuras/símbolo de Ché Guevara y Camilo Torres, etc.), los movimientos contraculturales europeos y norteamericanos, las campañas en favor de los derechos civiles de las minorías negras lideradas por M. L. King y la apertura eclesial de Juan XXIII, son algunos de los procesos históricos y de las personalidades humanas que hicieron posible los sueños y los cantos de esperanza. H. Marcuse había escrito: «cualquier nueva forma de vida sobre la tierra, cualquier transformación del contexto técnico y natural, es una posibilidad real, que tiene su lugar propio en el mundo histórico»[4]. Pedir un mundo sin clases y sin hambre, un mundo justo y libre era puro realismo porque parecía que se tocaba con la punta de los dedos.
El año 1968[5] constituye la fecha emblemática del final de un tiempo en el que se aceptaban unos objetivos históricos de índole utópica. Aquella explosión del mayo francés nos dejó tras de sí la amenaza nuclear, el abismo de la pobreza, el deterioro creciente del medio ambiente; y produjo por defecto el desvanecimiento de todo horizonte utópico. Cuarenta y dos años después el realismo ya no consiste en pedir lo imposible, sino en sacar el máximo provecho a la modesta oferta del momento. Lo más razonables es no perderse el ahora. Un sentimiento difuso de pérdida nos acompaña desde entonces. Resulta bastante fácil detectarlo. Nuestros diálogos y nuestros diagnósticos culturales están plagados de palabras como des-encanto, des-esperanza o des-ilusión. Seguramente hoy podemos hablar de una experiencia común de des-engaño. Todo parece confirmar hablar del socialismo como de “un género cultural y político equívoco, muerto en París en mayo del 68” (B. Henri Levy) ya no es simplemente una “boutade” de un progre de derechas.
Entonces el clima cultural propició un movimiento social que demandaba un poco adolescentemente una plenitud quimérica: ser realistas pidiendo lo imposible. Estaba protagonizado principalmente por “niños-bien” y marxistas bienalimentados, que poblaban las universidades y dirigían su protesta contra el mismo sistema que los había hecho privilegiados, pero infelices. La felicidad soñada no llegó a los balnearios del Norte, y hoy reina el desencanto en Occidente como consecuencia del cambio cultural. Muchos de los hippies de anteayer se convirtieron en los yuppies de ayer. Algunos de los más destacados vendedores de sueños y de fantasías liberadoras de antaño se han convertido en expertos alquimistas del pragmatismo. Aquella generación, ya madurita, trata de mantener sus antiguos y más recientes privilegios, mientras aprende a renunciar indoloramente a la felicidad. Gran parte de sus hijos o sus hermanos menores viven su existencia desnortados. La brújula de sus mayores que señalaba el camino hacia el horizonte utópico, ha sido sustituida por el rádar que busca el lugar -muchas veces autodestructivo- hacia donde deben dirigir sus “movidas” y sus descargas emocionales. Este cambio deja pendiente la cuestión de la solidaridad con los pobres del mundo y los marginados sociales de las sociedades avanzadas.
2. Balance del crepúsculo de la utopía.
La memoria colectiva siempre asociará el final del siglo XX con el derrumbamiento del socialismo real y con la apoteosis del capitalismo democrático. Voces interesadas quisieron hacer coincidir 1989 –la fecha/recordatorio de los acontecimientos acaecidos en los países del Este europeo– con “el fin de la historia”. Las huestes neoliberales levantaron acta de defunción de todo sueño utópico. La izquierda no supo que hacer con los despojos de la utopía. Y muchos de ellos curaron de su perplejidad apuntándose tan apresurada como impúdicamente al bando vencedor. El mundo -proclaman- se ha quedado sin alternativas. De ahora en adelante el victorioso capitalismo democrático será el encargado de resolver todas las contradicciones de nuestra sociedad. Por algún tiempo tendrá que soportar conflictos en el Tercer Mundo, pero conseguirá finalmente que todos los pueblos se vayan organizando de acuerdo con este modelo único a base de realizar ajustes y retoques en el sistema.
Sin embargo, conviene apresurarse a decir que el anuncio del fin de la utopía es anterior al colapso del socialismo real. Aquélla se encontraba ya petrificada hacía lustros en el Este[6]; el capitalismo occidental –como recuerda P. Berger– siempre ha carecido de “capacidad mitopolítica” para generar los entusiasmos y las esperanzas de una ciudad justa; y la utopía nacida de la revolución francesa -libertad, igualdad y fraternidad- se empantanó en el individualismo de la visión burguesa. Pero lo peor de todo es que además fueron a parar a la barbarie del nacismo, del estalinismo y de la bomba atómica.
En nombre de utopías de todo tipo los seres humanos hemos sembrado la historia de barbarie y terror: «Aun con las mejores intenciones de crear el cielo en la tierra, la utopía sólo consigue crear un infierno; un infierno como sólo el hombre es capaz de construir para sus semejantes» (K. Popper). Muy singularmente en siglo XX. La modernidad “ideó” la utopía con los viejos materiales de un ser humano que se creía en posesión de la palabra total sobre el futuro y del dominio total sobre el presente. Y además se intento imponerla por la fuerza. Se tardó más de la cuenta en comprender que este sueño dogmático se había convertido en una pesadilla: la de los totalitarismos modernos (nazismo y estalinismo). Todo excesivo: ¡Demasiado tarde! ¡Demasiadas víctimas humanas! ¡Demasiados fallos en las señales de alarma! ¡El pasado se construyó sobre una multitud incontable de cadáveres! El recuerdo de las víctimas de Auschwitz y de los gulag soviéticos se alza como el gran reparo para seguir manteniendo semejante sueño idealista. La utopía se ha proscrito bajo sospecha de ideología infernal o ensoñación bobalicona.
Éste es el estado de la utopía: desvanecida y agonizante. Y esto explica que un intelectual de tanta influencia en la opinión pública española, como Fernando Savater, haya podido escribir que la afición por la utopía le parece un factor de enajenación y pauperización cultural tan poco recomendable y tan perjudicial como la de “los culebrones” televisivos[7]. Reconozcamos lo que hay de indiscutible en el texto del filósofo vasco: la existencia de totalitarismos en nombre de la utopía. Pero ¿qué oculta el alegato de Savater contra la utopía?
Su descripción caricaturesca de la utopía oculta un pragmatismo hegemónico y rampante que, disfrazado de realismo, es al menos tan cruel y violento como el de las viejas utopías y tan capaz como ellas de convertir el mundo en una barbarie. E. Bloch ya distinguió entre el que sueña despierto y quien, despierto, dice que hay que soñar; entre iluso e ilusionado, entre «utopista» y «utópico». Desde esta conciencia un amigo del pueblo, como lo fue Diamantino García, «se sentirá moralmente a gusto con el uso de la palabra “utopía” en un sentido muy preciso: ideal, ilusión, esperanza, ensoñación, iluminación, premonición o idea reguladora de una sociedad alternativa a este mundo de la globalización neoliberal que conocemos, esto es, de una sociedad de la que podemos decir que es un mundo más libre, más igualitario, más fraterna, más justo, más humano, más habitable, más armónico. No le impostará, pues, que le llamen “utópico” en ese preciso sentido. Pues si bien es cierto que toda utopía puede dar, con el tiempo, en su contrario, más cierto es que lo existente ha dado ya en lo contrario de lo que la utopía quiere […] En cambio el amigo del pueblo se sentirá a disgusto ante el uso del término “utopía” en el sentido de ilusión genérica, ideal o sueño que a todo hombre conviene tener para no convertirse en pingo almidonado, si al mismo tiempo se está concediendo ya de entrada que esa utopía es como el País de Jauja, como el país que no llegaremos a ver nunca jamás. Pues en ese uso el principio del deseo imaginativo choca con el principio de realidad: ser hace literatura y se limita a lo literario. Lo cual, siendo hermoso para los literatos, suele chocar con las urgencias de aquellos otros, los de abajo, a los que se pretende beneficiar [...] Por último, el amigo del pueblo, allí donde éste exista, se sentirá a disgusto, creo, ante el uso de la palabra “utopía” para designar ideas, teorías, anticipaciones o intenciones que no se realizaron tal cual querían o pretendían quienes las postulaban. Pues la ideología dominante tiende a llamar “utópico” a todo lo que cabe en su baldosa […] Llamar “utópicos” por sistema a todos los perdedores de la historia es negar media historia. Y es precisamente esa otra media historia la que el amigo del pueblo tiene que recuperar para que el pueblo mismo llegue a saber que los derechos que hoy tiene, un día considerados utópicos por los que mandaban entonces, se los debe principalmente a estos perdedores (momentáneos) de la historia. La historia de la utopía en el siglo XX debería enseñar, en suma, a distinguir entre hacerse ilusiones y tener ilusiones.»[8]
[Entre paréntesis y como contraste de los tonos solemnes que solemos adoptar los teólogos, cuando hablamos de estas cosas, me voy a permitir la ironía cariñosa de dedicar a todos los “Amadores Savateres” una provocación acerca de la localización de la utopía: «La Arcadia existe ya sólo en los anuncios. Allí habitan mujeres hermosas. Hombres fantásticos, niños felices y ancianos de mirada serena, generalmente con gafas. Para el entusiasmo continuo les basta con un flan en un envoltorio nuevo, una limonada de agua pura, un spray contra el sudor de pies, papel higiénico impregnado con olor a violeta o un armario, aunque tampoco hay nada extraordinario en él, aparte del precio. La expresión de felicidad en los ojos, en toda la cara, con la que una refinada belleza contempla ese rollo de papel higiénico o abre ese armario como si fuera la puerta de Sésamo, se contagia por un instante a todo el mundo. En esa empatía quizá haya también envidia, quizá hasta un poco de irritación, porque cada uno de nosotros sabe que no sería capaz de alcanzar ese estado de éxtasis bebiendo esa limonada o usando ese papel, que no podemos entrar en la Arcadia, pero esa atmósfera luminosa tiene su efecto. De todos modos, para mí estaba claro desde el principio que, a medida que se perfeccionaba en la lucha de las mercancías por subsistir, la publicidad nos dominaría no porque la calidad de 1as cosas fuese cada vez mejor, sino porque la calidad del mundo era cada vez peor.¿Qué nos queda en las ciudades abarrotadas bajo la lluvia ácida después de muerte de Dios, de los altos ideales, del honor, de los sentimientos desinteresados, aparte del éxtasis de señoras y señores de los anuncios de galletas, flanes y lubricantes como si contemplaran el advenimiento del reino celestial?»[9] Solo se me ocurre un comentario en relación con le término utopía. Entre las muchas cosas que no hay que dejar en manos de los de arriba hay una muy importante: la definición de las palabras. Desde el Génesis se nos recuerda que la capacidad de poner nombre a las cosas es esencial para conocer y cambiar el mundo]
2.1. Pensar con sobriedad la historia.
La utopía ha perdido la inocencia de antaño, pero no su vigencia. Vamos a comenzar por lo positivo. Conviene decir que la marea que desbarató la solidez de los sueños utópicos, también ha dejado sobre la arena algún material, que conviene se aproveche para poder seguir avanzando hacia un mañana más humano.
La experiencia del siglo XX dinamitó el optimismo ingenuo sobre el que se fundamentaron las esperanzas históricas modernas. Todos los proyectos humanistas han experimentado las consecuencias de esta sacudida. El rigorismo y la inflexibilidad ante la parcialidad de las realizaciones de la utopía, fruto muchas veces de costosos compromisos históricos, han llevado al traste un sinfín de proyectos humanizadores y los han dejado literalmente sin futuro. El intento de caminar en línea recta del sueño a la realidad, dejando de lado los meandros de sus realizaciones históricas, los han terminado por convertir en antievolutivos. Tras el fracaso de las interpretaciones exuberantes de la historia ha llegado la hora de pensar el futuro con sobriedad. El aprendizaje de la sobriedad le sienta magníficamente al pensamiento utópico. Esta modestia propicia la tolerancia y la paciencia histórica que, justamente con la compasión solidaria con las víctimas del presente, constituyen el humus más idóneo para la fecundidad de la utopía.
Como recuerda C. Magris, uno de los pensadores europeos más lúcido de nuestro tiempo, el principio del milenio necesita la utopía unida al desencanto. Ambas, antes que contraponerse, tienen que sostenerse y corregirse recíprocamente. El final de las utopías totalitarias sólo es liberador si se acompaña de la conciencia de que la emancipación, prometida y echada a perder por esas utopías, tiene que buscarse con mayor paciencia y modestia, sabiendo que no poseemos ninguna receta definitiva, pero también sin escarnecerla. Esta generación tiene que volver a experimentar, y no sólo una vez, la experiencia traumática pero salvífica de los primeros cristianos: esperaban la parusía, el retorno del Salvador que les había sido prometido, la llegada del Paráclito, confiados en que vendría ya durante sus vidas. La parusía no llegó y no fue nada fácil, para aquellos creyentes desilusionados, resistir a la decepción y entender que no se trataba de un mentís, sino de un aplazamiento de la salvación; y quizás ni siquiera de una moratoria, sino de la revelación de que la salvación no llega una vez para siempre sino que está siempre en camino, hasta el final de los tiempos[10].
2.2. Desenmascarar el presente.
El futuro resulta siempre imprevisible y no se puede imponer dogmáticamente y a la fuerza. Pero el material con el que se construye (el presente), aunque no sea totalmente dócil a la mano que lo trabaja, es maleable. Actualmente la mano que lo esculpe lo va modelando con los rasgos de un individualismo apático, insolidario y satisfecho. Resulta imprescindible someter al presente a un ejercicio de desnudez que deseche sus disfraces y arranque sus máscaras. Consumidores y zombis, playboys y “passotas”, “berlusconis” “trepadores” del poder y “bedeles” encargados de ocultar o “reciclar” la basura, videntes y telepredicadores de todo tipo, son algunas de las caricaturas de este hombre individualista y narcisista a ultranza que ha reemplazado a la genuina imagen humana.
Una antropología empequeñecida, “el hombre no es sino… un animal egoísta”, ha sustituido a la ilusión moderna del “seréis como dioses”, y una filosofía de la historia idealista y revolucionaria, que daba por descontada la victoria final, ha dado paso a una práctica voluntariosa y sin visiones de futuro, que se niega incluso a pensar con sobriedad la historia.
El ser humano real es un conjunto de pasiones y deseos ordenados en torno al propio interés. La resignación individualista es el talante epocal y el vértigo a la solidaridad el síntoma mayor del malestar de la cultura actual. Enfrentarse al presente y hacer un rostro humano que responda al hombre utópico del proyecto de hermano parece imprescindible para recuperar la dignidad perdida. El pecado de la modernidad consistió en trastocar la meta humana: creyó que la cualidad de lo divino era el poder. Y convirtió la historia en un infierno totalitario. El pecado de este momento postmoderno consiste en renunciar a la meta: la solidaridad y la comunión como cualidad de lo divino. Y abandona a su suerte a los condenados a los infiernos de la pobreza de nuestro mundo.
2.3. La falta de energía para construir el presente.
Todas la voces que nos alertan sobre la enormidad de los desafíos con los que nos enfrentamos, nos señalan igualmente una aún mayor debilidad para poner en práctica algunas de las recetas que tenemos para salir del marasmo en el que nos encontramos. Convertir el presente en presencia de sus posibilidades civilizadoras reclama un amor solidario y compasivo. Esta cuestión se escamotea habitualmente en las propuestas de solución y de este modo se recorta el presente y se amputa el futuro de la humanidad.
Los últimos estudios sociológicos de valores muestran unas sociedades avanzadas, que afrontan el futuro sin grandes pasiones, y que tiene serias dificultades para movilizarse en favor de causas verdaderamente humanas. Agazapados en la sombra de una historia en la se niegan a participar, sólo las vacaciones y las rebajas resultan acontecimientos suficientemente apasionantes como para movilizar a la mayoría de los ciudadanos. Las pasiones y los afectos no valen la pena. Cada día más insertos en la rutina, son prudentes, moderados y aspiran a la tranquilidad. Sólo los rechazos son violentos, los proyectos ya no lo son. Un sentimiento global de satisfacción con la vida lo invade casi todo, a pesar de la amenaza de la crisis y de la sociedad dual. En estas circunstancias parece comprensible que salvarse consista en no aburrirse y en gozar de las infinitas posibilidades de la fantasía. Pero esto no es suficiente para salvar el futuro de la humanidad. Intencionalmente queremos, pero no podemos. El pragmatismo conservador y la obediencia ciega a lo posible han lastrado nuestras mejores intenciones.
No contamos con una energía real capaz de movilizar las fuerzas, la imaginación y la generosidad de la comunidad humana en la dirección pensada y deseada, justamente cuando es el tiempo de la utopía más necesaria (R. Bahro). A la vista está que la llamada utopía racional no da para tanto. Y esta falta de vigor utópico hace enormemente vulnerable nuestro presente y fragiliza nuestras expectativas de un futuro más humano.
2.4. Persistencia y mutación de la utopía.
Una especie de catarata de melancólica nostalgia nos impide percibir que la utopía sigue estando vigente entre nosotros, aunque sea tan minoritario como siempre. Hoy como ayer el espíritu de la utopía hay que buscarlo en el pensamiento crítico y alternativo de las corrientes heréticas o heterodoxas de las tradiciones de liberación[11]; y, ¡cómo no!, entre los pobres del mundo[12]. El mundo mayoritariamente real –el de los pobres del Sur y el de los excluidos sociales de la barriada del Norte– no se puede permitir el lujo de negar su vigencia. Allí se encuentran en la necesidad de proclamar contra viento y marea la visión de «una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad» (G. García Márquez). No tienen –como ha recordado L. Boff– ningún mérito especial: si el presente no les pertenece y el pasado es el de sus colonizadores o el de sus señores, sólo les queda el futuro para soñarlo. Se trata de la utopía dura y solidaria de los pobres, que nada tiene que ver con la quimera de los privilegiados de Mayo del 68.
Sin duda alguna ha sufrido cambios y transformaciones profundas. Sobre todo se ha curado de cualquier optimismo histórico. Pero está ahí con su capacidad crítica y su provocación movilizadora de siempre. Los antiguos sueños escatológicos han sido sustituidos por la pretensión de saber cómo el homo faber y aprendiz de brujo toma en sus manos y gestiona los medios por él ideados, que parecían estar al servicio de una meta universal, pero que se han emancipado y nos conducen a donde no queremos. Ya no soñamos con los estadios de plenitud de un proceso permanente de crecimiento; la mirada utópica se fija en sus límites y busca cómo gestionar democráticamente la crisis de civilización en la que nos encontramos inmersos[13]. La utopía ya no aparece como una representación ideal de la meta última de la historia, que nos invita a caminar en esa dirección hasta alcanzarla. Se ha producido una especie de mutación. Ahora la imaginación utópica se moviliza en la dirección del control y la administración democrática de los medios e instrumentos (políticos, técnicos, económicos y culturales) ingeniados por los hombres. La pretensión de una gestión y de una administración democráticamente solidaria del mundo y de sus recursos es el único dinamismo capaz de hacernos progresar –con el tiempo propio del fermento– en la dirección de un Nuevo Orden Internacional. Nos hemos dado cuenta que muchas de las metas con las que el hombre soñó hace una centuria (p.e., un mundo sin hambrientos) están hoy técnicamente al alcance de su mano, aunque cada día perezcan más lejanas de las verdaderas intenciones políticas de los poderosos.
[2] «Para qué sirve la Utopía?//Ella está en el horizonte.//Me acerco dos pasos//y ella se aleja dos pasos.//Camino diez pasos//y el horizonte corre//diez pasos más allá//Por mucho que yo camine//nunca la alcanzaré.//¿Para qué sirve la Utopía?//Para eso sirve: para caminar.» (Eduardo Galeano).
[3] Godot es el personaje principal de una obra de Samuel Beckett, estrenada en 1952 y titulada, Esperando a Godot. Dos vagabundos Vladimir y Estragon esperan en vano junto a un camino a un tal Godot. Sin embargo éste, cuya identidad no se conoce y del que no sabe lo que se espera de él, nunca llega a su cita y no aparece en escena. Pero la expectativa de su llegada tiene la virtualidad de fijar permanentemente en el escenario a los otros dos personajes de la obra. La historia de la figura enigmática de Godot puede evocarnos un tiempo -tras la segunda guerra mundial- en el que la esperanza en un futuro mejor tomaba cuerpo en el corazón de multitud de hombres y mujeres de buena voluntad.
[4]cf. El final de la utopía, Barcelona 1968, p.10.
[5]Esta fecha se suele considerar en Europa como punto de inflexión del sueño utópico: la revuelta estudiantil del mayo francés, la entrada de los tanques rusos abortando la primavera de Praga, el asesinato de M. L. King son recordados por la memoria colectiva como el final de una “época dorada” para las esperanzas históricas. Sin embargo, ese mismo año se celebraba la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Medellín) y G. Gutiérrez pronunciaba una conferencia (Chimbote/Perú) que daría origen a su obra Teología de la Liberación. Ambos acontecimientos hicieron brotar el pensamiento teórico/práctico de carácter utópico y de matriz religiosa más importante de la época moderna. El significado tan diferente que una misma fecha puede encerrar para pueblos de un mismo mundo nos avisa del peligro de esas generalizaciones a las que somos tan aficionados los europeos.
[6] «La “realidad” social innegable que representaba el poder de aquel supuesto “socialismo” era representada, contra la opinión de la mayoría de los marxistas críticos, como el único socialismo posible. Pero este punto de vista dominante en la URSS, en la RDA y en otros países del Este de Europa era sólo la continuación de la tendencia cientificista, anti-utópica, del llamado “marxismo ortodoxo”. De ahí que, si se quiere hablar con propiedad, también ahora resulta no sólo más modesto, sino también más acertado, identificar el final del “socialismo real” como el fracaso de una ilusión que era, precisa y conscientemente, la negación de la utopía»: Fernández Buey, F., Utopías e ilusiones naturales, El Viejo Topo, Barcelona 2007, 324-325.
[7]« ¡Qué escándalo! ¡Ya estamos en la última página y todavía no te he dicho nada de la utopía! ¡Y tú que a lo mejor esperabas que yo te recordara desde el prólogo que los jóvenes deben ser utopistas y todo ese bla-bla-bla! Pues nada, no señor […] ¿Entonces, la utopía…? […] Cuando a Leszek Kolazowski, un filósofo polaco actual, le preguntan que donde le gustaría vivir, suele responder con buen humor: “En lo más hondo de una selva virgen de alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Manhatan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias”. ¿Ves? Eso es una utopía: un lugar que no existe, pero no porque no hayamos sido lo suficientemente generosos y audaces para inventarlo sino porque es un rompecabezas formado con piezas incompatibles […] Pues bien, suele llamarse “utopía” a un orden político en el que predominaría al máximo alguno de nuestros ideales (justicia, igualdad, libertad, armonía con la naturaleza…) pero sin ninguna desventaja ni contrapartida dañina. Como proyecto es una tontería: supongo que quienes se lo recomiendan a los jóvenes como típico anhelo de su edad es porque les consideran bobos. En cuanto imposición es todavía peor, como han demostrado en este siglo los totalitarismos (siempre con pretensiones utopistas): es el sueño de unos pocos que llega a convertirse en pesadilla para todos los demás. De modo que no te deseo que te dé por las utopías, lo mismo que no te deseo que te aficiones a los “culebrones” televisivos»: Política para Amador, Barcelona 1992, p. 225.
[8] Fernández Buey, F., o. cit., 328-329.
[9] Lem, S., Provocación, Funambulista, Madrid 2005, 113-114.
[10]Cf., Utopía y desencanto, Anagrama, Barcelona 2001, pp. 11‑17.
[11] cf., Fernández Buey, o. cit., 328-329.
[12] «Por lo que he podido observar, la esperanza y el grado de educación están en proporción inversa: cuanto mayor es la inteligencia, la cultura o los conocimientos de una persona, tanto menor es su esperanza. Periodistas, economistas, profesores de universidad, maestras de colegio e intelectuales de cualquier clase, apenas tienen esperanza de algo vaya a cambiar radicalmente. Su saber es, a lo más, un saber de muerte; porque lo único que saben es que la situación no tiene remedio, ha entrado en vía muerta. Resulta pavoroso pensar que su actitud ante la vida, no sea más que un docto cinismo; como la ceniza que, a veces, aún conserva un cierto rescoldo de lo que fue llama chispeante, pero que, por lo general, no es más que un montón de polvo estéril, absolutamente frío. He encontrado esperanza en los que se dedican al trabajo de base… Las cosas más triviales… son las pequeñas esperanzas de la gente, las que les proporcionan, día tras día, el pan de la subsistencia. Por otra parte, el hecho mismo de la desesperanza es un lujo del que sólo pueden gozar los que no están implicados en la lucha… A este propósito quisiera decir una palabra sobre mi relación con el gran filósofo judío Karl Marx… Su deseo más firme era conjugar “saber” y “esperanza”, de modo que no fuera posible reconocer como auténtico un saber que no encerrase una buena dosis de esperanza, ni permitiese una esperanza que se resienta de saber… Sin embargo, veo que, en realidad, yo misma prescindo casi siempre de esos principios. Todo ese saber económico y ecológico que ha venido acumulándose en nuestro mundo huele a muerte. Y la creencia en una vida antes de la muerte se diluye en una añoranza y en un anhelo estéril. La dicotomía es indisoluble. La conciencia de muerte y la esperanza de vida se agarran con uñas y dientes en mi interior. Decía Walter Benjamin: “Sólo a causa de los desesperanzados se nos ha dado la esperanza”… Pero la palabra más compleja de esa afirmación de Benjamin es el pronombre “nos”. ¿Se nos ha dado realmente algo? ¿Somos nosotros algo más que meros observadores de la miseria que inunda el mundo? Es decir, ¿somos observadores que no ven más que una planificada, o incluso tolerada, muerte de los pobres?»: Sölle, D., Dios en la basura. Otro “descubrimiento” de América Latina, Verbo Divino, Estella (Navarra) 1993, 146-147.
[13]cf. Thielicke, H., Esencia del hombre. Ensayo de antropología cristiana, Herder, Barcelona 1985, 387-388.
Fuente: Atrio
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