martes, 18 de enero de 2011

La república filosófica y el más allá.


En un delicioso diálogo de Jorge Luis Borges con Ernesto Sábato, que discurre entre la ironía y el escepticismo, éste le dice a su compatriota haber quedado tocado por una afirmación suya: “Recordemos las cosas feroces que se hicieron en nombre del Evangelio y las atrocidades que hizo Stalin en nombre del Manifiesto Comunista”. ¡Qué extraño! –le contesta Borges–, nada de eso ha ocurrido con el budismo”. Entonces Sábato le pregunta: “¿A usted le interesa en serio el budismo como religión o como género literario?”. La respuesta no se hace esperar: “Me parece ligeramente menos imposible que el cristianismo, quizá crea en el karma. Ahora, que haya cielo e infierno, eso no”. “¿Y qué opina de Dios?” Borges la responde con solemnidad irónica: “¡Es la máxima creación de la literatura fantástica! Lo que imaginaron Wells, Kafka o Poe no es nada comparado con lo que imaginó la teología”.

Casi siempre hay alguien que se adelanta a nuestras ocurrencias. Y en este caso también. Fue a Marx a quien, un siglo antes, se le había ocurrido una idea semejante, que nada tenía de peregrina, al afirmar que la religión es la realización fantástica de la esencia humana. Es la culminación de dos procesos que pone en marcha la Modernidad en su crítica de la religión: la interpretación antropológica de la religión y la desmitificación de los textos del Nuevo Testamento. Quien lleva a cabo la más radical lectura antropológica de los dogmas del cristianismo es el filósofo alemán Ludwig Feuerbach en la más emblemática de las obras del ateísmo humanista del siglo XIX, La esencia del cristianismo, donde asevera que la religión es el sueño del espíritu humano, la esencia divina es la esencia humana, hablar de Dios es hablar del ser humano y el misterio de la teología es la antropología. El libro hizo furor entre los jóvenes hegelianos, hasta el punto de que uno de sus dirigentes, Arnold Ruge, resumió así la nueva situación político-cultural: “Dios, la religión y la inmortalidad quedan depuestos y se proclama la república filosófica, los hombres, los dioses”.

Quienes llevan hasta sus últimas consecuencias el humanismo de Feuerbach son otros dos filósofos alemanes: Marx y Nietzsche. Para Marx, la lucha contra la religión es la lucha contra el otro mundo, del que la religión es el aroma espiritual. Una vez que ha desaparecido el más allá de verdad, la tarea intelectual consiste en averiguar la verdad del más acá. Ahora, la crítica del cielo se convierte en la crítica de la tierra, la crítica de la religión pasa a ser la crítica del derecho y la crítica de la teología se torna crítica de la política.

Nietzsche da un paso más. El concepto mismo de Dios denigra el “más acá” y constituye la más crasa negación de la vida. Una vez que Dios ha muerto y se ha demostrado vana la promesa de salvación en otro mundo después de la muerte, el gran pecado no será la increencia, sino la infidelidad a la tierra; el gran crimen no será el inferido contra Dios, sino el que atenta contra la tierra. La única fidelidad a mantener es a la tierra y la respuesta a la pregunta por el sentido hay que buscarla en la historia: “Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobrenaturales… Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra!” es la exhortación compulsiva de Nietzsche en Así hablaba Zaratustra.

El proceso de desmitificación del Nuevo Testamento tiene lugar en los albores de la Ilustración y llega a su zenit con la conferencia pronunciada por el teólogo y biblista alemán Rudolf Bultmann en 1941 sobre Nuevo Testamento y mitología, en la que propone un ambicioso programa cuya idea central es la existencia de una distancia abismal entre nuestra concepción del mundo, que es científica, y la que ofrece el Nuevo Testamento, que es mítica.

¿Qué entiende por “mito” el teólogo alemán? Aquel modo de representación en el que a) lo que no es de este mundo, lo divino, aparece como si fuera de este mundo, como humano; b) el más allá se presenta como algo de aquí abajo; c) la trascendencia se concibe en forma de alejamiento espacial; d) el culto se concibe como una acción que con medios materiales comunica fuerzas inmateriales; e) en la historia de nuestro mundo actúan el poder del mal a través de Satanás y el poder del bien a través de los ángeles; f) una historia que se dirige hacia la catástrofe y a la que pondrá fin la venida del Juez celestial que aportará la salvación en el cielo y la condenación en el infierno.

A esta imagen responde una representación mítica del acontecimiento salvador que consiste en la encarnación del Hijo de Dios, preexistente, que muere para expiar los pecados de la humanidad, luego es resucitado por Dios, elevado al cielo y colocado a la diestra del Padre –siempre el lenguaje patriarcal y androcéntrico–. Es precisamente esa imagen la que hay que desmitificar, cree Bultmann, para que emerja el mensaje central del Evangelio, que es palabra viva de salvación para la humanidad.

Este programa, asumido por buena parte de las teólogas y los teólogos cristianos en diálogo con la modernidad, toca de lleno y de manera especial la línea de flotación de los dogmas del cielo, el infierno y, por supuesto, el purgatorio, cuya existencia fue negada por Lutero por carecer de base bíblica y no consta como artículo de fe en la dogmática protestante.

En 1993 escribí Para comprender la escatología cristiana (Verbo Divino, Estella, Navarra), que ha fungido como libro de referencia –e incluso de texto– en los estudios sobre la concepción cristiana de la esperanza y del futuro del mundo y de la humanidad en seminarios, facultades de teología, de filosofía y centros de ciencias de las religiones durante casi dos décadas y que ha conocido varias ediciones, la última en 2008. Nunca hubiera esperado una acogida tan generosa ni hubiera imaginado una influencia tan decisiva en el cambio ideológico producido dentro y fuera del cristianismo y en los diferentes sectores de éste y de la sociedad.

De entonces para acá los papas y algunos de mis colegas han ofrecido sus interpretaciones sobre el cielo, el infierno y el purgatorio. Ya casi nadie considera los “novísimos” como lugares físicos perfectamente identificados en las cartografías terrestre, infraterrestre y celeste. Se entienden, más bien, como estados en relación con Dios: el cielo como plenitud de intimidad con Dios, el infierno como rechazo definitivo de Dios, el purgatorio como purificación necesaria para el encuentro con Dios, o como procesos espirituales internos intuidos a la luz de experiencias reales. Benedicto XVI sigue defendiendo la existencia y la eternidad del infierno y acaba de dar una nueva vuelta de tuerca, ajena a los problemas y preocupaciones de la gente, al interpretar el purgatorio como fuego interno. Tampoco estoy de acuerdo con esas interpretaciones.

Para concluir, avanzo algo que ya apuntaba en mi libro hace más de tres lustros y que he profundizado y radicalizado estos días. No pocas de las interpretaciones de los papas y de mis colegas, aun reconociendo que son avance sobre “la física de las postrimerías” –como calificaba Congar la presentación tradicional de los “Novísimos”–, son insuficientes y siguen moviéndose dentro del mundo mítico para salvar lo insalvable. Pienso que cielo, infierno y purgatorio son símbolos que traen a la mente experiencias macabras –que tantos traumas han provocado– o placenteras –que han prolongado la infancia de generaciones enteras– que han perdido su significado. Por eso hay que eliminarlas tanto del imaginario colectivo creyente como del mundo teológico, porque lo que único que hacen es confundir o, peor aún, ofrecer una imagen distorsionada de la esperanza cristiana, al tiempo que son un obstáculo para hacer creíble el mensaje liberador del Evangelio. ¡Y alejan de la lucha por la justicia y por otro mundo posible en este mundo!

Ya no sirve la interpretación, cualquiera sea la clave en que se haga. Deben ser desterrados del vocabulario teológico, ya de por sí bastante desacreditado. Siguiendo la aguda observación borgiana, quizá su destino sea, convertirse en “la máxima creación de la literatura fantástica”. Que no es poco. Ah, y negarles todo carácter dogmático por la credibilidad del cristianismo.

  • Para profundizar en estas ideas, remito a mi libro Para comprender la escatología cristiana (Verbo Divino, Estella, Navarra, 2008, 3ª ed.)

[Este artículo ha sido enviado por el autor para su publicación y debate en ATRIO. Una versión reducida del mismo aparece hoy en el periódico El PAÍS]


Fuente: ATRIO
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