Joxe Arregi, teólogo
La justicia de la victoria o la victoria de la justicia. He ahí la opción inexcusable. Sí, ya sé que nada es tan sencillo, y que todo es como es. Pero hay un momento en que se nos ha de caer el velo de los ojos, como se le cayeron a Tobit las escamas de sus lagrimales en Caserín, cerca de Nínive, en el norte de Irak, cuando su hijo Tobías le aplicó el remedio de Rafael, el ángel curador; también se le cayeron a Pablo el perseguidor: iba de Jerusalén a Damasco, cegado por la ira, llevando consigo cartas del sumo sacerdote para detener y encarcelar discípulos de Jesús, y de pronto la luz le inundó el alma y se le abrieron los ojos y empezó a mirar con misericordia.
De repente, como a Saulo, nos envuelve un resplandor del cielo y caemos a tierra, esta tierra santa y sufriente que somos, la misma Tierra de todos, y escuchamos nuestro nombre pronunciado con misericordia, y se nos abren los ojos a la misericordia.
La justicia del poder o el poder de la justicia. La justicia de los vencedores o la justicia para los vencidos. Apenas se conoce, en los anales de la historia universal, que se haya aplicado con los vencidos otra justicia que no sea la de los vencedores. Los vencedores ponen las leyes y nombran los jueces; y hacen la pantomima, y convocan a juicio a los vencidos, pero siempre como reos; nunca se ha visto a los vencedores sentarse como reos. La sentencia ya está dictada de antemano. ¡Cómo se parecen “vencer” y “vengar”! Pues no, esa justicia no. Esa justicia es ciega, ciega de poder y de impiedad. Y, por mucho que digan y por mucho que desde antiguo se haya representado a la justicia con una venda en los ojos, la justicia no puede ser ciega, no al menos de poder y de impiedad.
La victoria de la justicia no significa que los vencidos se vuelvan vencedores. Cambiarían las tornas, trocarían sus puestos el juez y el reo, pero el poder seguiría dictando su justicia ciega e inmisericorde. La tierra común seguiría siendo rasgada y hendida, de seísmo en seísmo, de réplica en réplica, de venganza en venganza, por la ley y la justicia del más fuerte. No sé por qué se la llama “la ley de la selva”, pues la selva no conoce la venganza. Claro que la vida en la selva es dura: unos vivientes viven de otros, y el fuerte devora al débil.
Así es también en el riachuelo Narrondo, por más que nos duela: los vecinos nos alegramos mucho hace unos días, cuando, después de una prolongada desaparición que ya nos tenía inquietos, el pato hembra con su plumaje rojizo apareció por fin, seguido de catorce pollitos negros. Pero hoy no veo a los pollitos con su madre, y me temo lo peor. Así es la vida, amasada de muerte, una muerte sembrada de vida. Pero en la selva no hay odio. En nuestro humilde riachuelo de Arroa no hay venganza.
El odio y la venganza son un distintivo de la humanidad. Un patrimonio cruel y exclusivo del que ni siquiera somos dueños, sino esclavos, y que de pronto se apodera de nosotros y nos arrastra como un tsunami, como un terrible terremoto sin control. Hace mucho tiempo, 1.800 años antes de Cristo, el código de Hammurabi –un rey babilonio, es decir, irakí– quiso poner freno al furor desatado de la venganza, y ordenó: la venganza no ha de provocar más daño del recibido. Mucho más tarde, inspirándose en Hammurabi, la Biblia declaró: “Ojo por ojo, diente por diente”, y el Derecho Romano lo llamó “ley del talión”. Esta ley, en su tiempo, supuso un gran paso adelante, porque impedía arrancar los dos ojos a quien te había arrancado solamente uno: a “tal” daño, “tal” venganza, la misma que el daño, no más. Pero eso fue antes, porque luego volvimos atrás y se impuso de nuevo, hasta nuestros días, la vieja ley anterior a Roma, anterior a la Biblia, anterior a Hammurabi, ajena a la selva: si te arrancan un ojo, arranca tú los dos, si puedes. Y, si puedes, arranca los ojos de todos tus enemigos, no sea que alguien se envalentone y lo vuelva a intentar.
Lo diré de otra forma, que puede resultar hiriente, a mí también me hiere: la justicia de Obama o la justicia de Mandela. El Sábado Santo, con la comunidad con la que celebré la Pascua, tuve la oportunidad de ver “Invictus”, una película sumamente sencilla y conmovedora. Sin ningún alarde, de la manera más llana y humana, cuenta los primeros pasos de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica, interesándose con toda su alma por un campeonato de rugby, como si en él se le fuera la vida, como si en él se jugara el destino de Sudáfrica y de todo el planeta. Y de hecho se jugaba, porque el rugby es más que el rugby, porque una camiseta es más que una camiseta, porque en lo más pequeño se hace visible lo más grande, porque lo más grande se juega en lo más pequeño. Era en 1995, ayer mismo. Mandela había salido de la cárcel pocos años antes –¡27 años de cárcel, todos ellos merecidos de acuerdo a la ley del poder que se erige en justicia!–. Todo el mundo esperaba que Mandela aplicara como mínimo la ley del talión. Hubiera sido “justo”.
Pero Nelson Mandela –¡bendito sea!– entendía la justicia de otra manera. En las tinieblas de la cárcel que dañaron sus ojos hasta el punto de que le dolían los ojos al mirar la luz, en esas tinieblas del horror descubrió la verdadera luz del alma que puede iluminar el mundo entero. Descubrió otra justicia, la única justicia digna de ese nombre. No la venganza desatada, ni la venganza controlada, ni el resentimiento arraigado. No la justicia del poder, sino la justicia de la piedad, la única que puede salvar la Tierra del terror, de la muerte, de la ruina total.
Nelson Mandela perdonó. Vuelve esta palabra y sé que es equívoca, tanto cuando se refiere al perdón divino como al perdón humano. Nelson Mandela no perdonó como se perdona a un culpable, sino supo mirar con piedad al carcelero y ver también en él un pobre prisionero. Supo mirar con piedad al enemigo y ver en él un pobre hombre herido. Y llegó a amar como propia aquella camiseta verde y oro de los Springboks, símbolo del apartheid y de la humillación. “El perdón y la compasión elevan la mirada y se ve más lejos”, dice en Invictus. Durante 27 años interminables, 9.000 días de injusticia y de humillación, Nelson Mandela había luchado consigo mismo, había combatido en sí el rencor y la venganza, hasta poder con ellos. Pudo consigo y sacó de sí lo mejor, lo más humano que es lo divino. Nelson Mandela perdonó. Perdonó y venció.
Esa es la justicia evangélica. Y su criterio es, a la vez, el más universal: “actúa con el prójimo como a ti te gustaría que actuaran contigo si te hallaras en su lugar”. Esa es, pues, la única justicia razonable, la única justicia que puede reparar a la humanidad y salvar el mundo. La justicia de Obama, ciega de poder, o la justicia de Mandela, llena de piedad: con todos los matices que quieras, he ahí la opción ineludible.
Para orar
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