miércoles, 25 de mayo de 2011

¿POR QUÉ SON ABURRIDAS LAS EUCARISTÍAS? II


RELEYENDO A JUAN LUIS HERRERO DEL POZO 9

¿POR QUÉ SON ABURRIDAS LAS EUCARISTÍAS? II

Sergio Dalbessio, Junto a su esposa Cristina Rosas, han leído, reflexionado y escrito estas palabras que nos introducen a la segunda parte del texto de Juan Luis ¿Por qué son aburridas las eucaristías? Cristianos libres que buscan madurar diariamente su fe en Jesús y hacer presente el Reino de Dios.

En otro de los textos importantes de J. L. Herrero del Pozo titulado “Desacralizar es humanizar, humanizar es divinizar” expresa: “Para dar gracias a Dios (eucaristía) y compartir la comida (fracción del pan) se reunían en los domicilios las pequeñas asambleas (iglesias) domésticas, presididas por el dueño o dueña del hogar. Había quedado claro: ni en el templo de Jerusalén ni en el monte Garizín sino en espíritu y en verdad. El seguimiento de Jesús, el ser cristiano, consiste en impregnar la verdad más humana de la vida ordinaria del espíritu y estilo de comportamiento del Maestro. Aquello no era una nueva religión sino vivir a tope en el mundo aunque de forma profética, “sin ser del mundo”. Plenamente seculares tal como vivió Jesús, volcados a los huérfanos, las viudas, los pobres, los enfermos. A ningún hambriento le falta un trozo de pan en la mesa común, en el ágape fraterno”.

Y en el texto que nos ofrece hoy Atrio dice: “Desde los orígenes la eucaristía fue una comida especial de la comunidad: fracción del pan, cena del Señor, ágape fraterno. Lamentablemente, el símbolo ha quedado reducido a algo in-significante, mero rito incomprensible”. Estos párrafos generan en nosotros la reflexión y los deseos de vivir las Eucaristías, centro de nuestra vida de cristianos, descubriendo su verdadero significado para nuestra existencia.

Culminaba mi reflexión anterior expresando: “Sueño que podamos tener la experiencia de lo profundo de la Eucaristía compartida en comunidad y convertirnos en pan partido para nuestros hermanos y vino nuevo para una humanidad que tiene tanta sed de justicia, de encuentro, de fraternidad y de vivir con dignidad”.

Vastos signos de los tiempos y de nuevos vientos van aflorando por diversas partes del mundo: la rebelión de los monjes en Birmania, los jóvenes que piden democracia en los países árabes, los pueblos originarios de América Latina que reclaman sus tierras, y los que hoy sentados en la Plaza del Sol –y otras plazas que se va multiplicando- buscan nuevos dirigentes y un nuevo destino en la política de España, sumados a tantos otros hechos que podríamos enumerar para decir que otro mundo posible se está gestando.

“La comida y la bebida son las bases materiales de la vida, de modo que la Cena del Señor es también una crítica política y un desafío económico y tanto esto como un ritual sagrado y un acto litúrgico de adoración. Puede ser correcto reducirlo de una comida completa a un mordisco y un sorbo simbólico, siempre que estos simbolicen la misma realidad, a saber, que los cristianos afirman (mos) que Dios y Jesús están presente de una manera peculiar y especial cuando la comida y la bebida se comparten por igual entre todos” (J. D. Crossan, en El nacimiento del cristianismo).

Busco pensar los hechos relatados y qué me dicen desde el desafío de vivir plenamente la Eucaristía. ¿Los símbolos utilizados significan, hoy, algo para nosotros?

La reunión es entorno a un altar que nos remite al sacrificio y no a una mesa que nos habla de comunidad.

Un ministro que preside el acto sacrificial y al que no vemos como un hermano que recoge los sentimientos con los cuales nos acercamos.

Una participación sometida a fórmulas, ritos y respuestas que muchas veces no dicen nada ni interpretan lo que vivimos en lo profundo de nuestros corazones.

Las lecturas leídas con voz de circunstancia, las explicaciones (homilías, sermones) que redundan en aquello que hemos oído, pero que no interpelan ni iluminan nuestra vida cotidiana.

Un ministro que se dirige a la asamblea desde el lugar del sabio y con un dedo admonitor nos señala el camino por el cual debemos ir, sin posibilidad de derecho a réplica.

Qué distinto sería si la Palabra, que las Primeras Comunidades compartieron en sus casas, impactara en nuestras vidas después de escucharla. Tendría que producir un cambio en nosotros, sino queda solo en rito y no se ha celebrado nada.

La riqueza de preparar los textos de la Biblia en profundidad y con sabiduría es para que esa Palabra nos transforme, para que el Espíritu actúe en nuestras vidas, que nos aliente en medio de la desesperanza, que nos sostenga en el desanimo. La Palabra nos une si es Palabra que genera Vida.

¿Qué Eucaristía podemos celebrar para acompañar esas luchas de auténtica liberación humana? ¿Qué símbolos podemos acercar para fundirnos en la necesidad del otro?

La experiencia de las Primeras Comunidades nos cuenta “que el convite, la comida, el banquete es la realidad simbólica vinculada repetidamente al “reino de Dios. Pero es que, al mismo tiempo, la comensalidad es, sin duda, la realidad humana más profunda y universal” (Herrero del Pozo).

Pienso en la mesa familiar: la preparación de los alimentos, el encuentro, lo que sentimos cuando nos miramos a los ojos, lo que discutimos, en lo que coincidimos o no, en cómo nos ayudamos mutuamente. Mesas que reparan nuestras fuerzas físicas y renuevan nuestro espíritu humano para volver a nuestra vida diaria guardando la historia de los otros en nuestro corazón. Historia de lo cotidiano que llena de sentido a nuestra existencia.

El Reino ha llegado, la Pascua se vive día a día. El alcance de la comensalidad es tan universal o universalizable que la convocatoria familiar en torno a la mesa compartida merece ser instaurado con energía en la vida familiar y permanecer, sin apaños artificiales, como acción simbólica nuclear de la comunidad creyente convocada por Jesús. (Herrero del Pozo)

Cuan lejos estamos de celebrar de esta manera. De abrir nuestro corazón y desplegarlo al hermano. De compartir un momento de reflexión profunda.

Celebrar con sentido PASCUAL nos permite transformar nuestra vida en luz y sal para una humanidad que nos quiere atentos y solidarios. Necesitamos incorporar, en una sociedad de violencia, la reconciliación y el perdón. La Eucaristía es una fuente para nutrirnos con la verdad y el deseo de vivir hermanados.

No se trata que sean divertidas, sino que expresen los sentimientos de cotidianeidad y sean espacio de reflexión para alimentarse cada día. En algunos países se van buscando otros estilos de celebración con buenos resultados. Se van descubriendo modos de ser iglesia-asamblea en el servicio, incluyendo a aquellos que han sido “expulsados” por diferentes motivos de la Mesa Eucarística.

“Convendrá reflexionar –agrega Juan Luis – sobre la coincidencia de tres formas de quiebre de la comensalidad: la pérdida del ágape fraterno como símbolo eucarístico, el deterioro del encuentro familiar en la mesa y el dramático desencuentro de la gran familia humana en el reparto del alimento. Algo importante les es común: una innegable deshumanización a través de la pérdida del símbolo y de su contenido. Así no se construye el verdadero “reino de Dios”.

Nuestros desafíos actuales deberían pasar por:

  • Situar el encuentro familiar en torno a la mesa com una instancia de diálogo y crecimiento humano.
  • Volver a celebrar la Eucaristía como un gran ágape de fraternidad universal, comenzando por nuestras pequeñas asambleas de prójimos-próximos, de vecinos y de amigos.
  • Generar los cambios políticos, económicos y sociales que sean necesarios para que la humanidad sea saciada en sus múltiples y diversas “hambres”.

Esto lo podremos lograr si somos personas libres y maduras en la fe, de corazones generosos y gestos proféticos.

Entonces será una realidad aquel texto que nos dice: “Jesús entonces tomó los cinco panes y los dos pescados, levantó los ojos al cielo, dijo la bendición, los partió y se los entregó a sus discípulos para que los distribuyeran a la gente. Todos comieron cuanto quisieron y se recogieron doce canastos de sobras” (Lc. 9, 16-17). Ahí estará el verdadero milagro de vivir compartiendo el Reino de Dios.

Tierra y pan para todos,
y entonces
también la vida
tendrá forma de pan,
será simple y profunda,
innumerable y pura.

Todos los seres
tendrán derecho
a la tierra y a la vida,
y así será el pan de mañana
el pan de cada boca,
sagrado,
consagrado,
porque será el producto
de la más larga y dura
lucha humana.

( Pablo Neruda en Oda al pan).

¿POR QUÉ SON ABURRIDAS LAS EUCARISTÍAS?

Juan Luis Herrero del Pozo. (2004).

II. El símbolo eucarístico es una comida

[Texto abreviado y condensado por HRF. El Texto Completo en la segunda parte del artóculo de ATRIO 22-10-2006 http://2006.atrio.org/?p=406

]

Desde los orígenes la eucaristía fue una comida especial de la comunidad: fracción del pan, cena del Señor, ágape fraterno. Lamentablemente, el símbolo ha quedado reducido a algo in-significante, mero rito incomprensible.

En el Nuevo Testamento, el convite, la comida, el banquete es la realidad simbólica vinculada repetidamente al “reino de Dios. Pero es que, al mismo tiempo, la comensalidad es, sin duda, la realidad humana más profunda y universal. Estos dos elementos, lo evangélico y lo humano, son los dos mejores criterios para recuperar la celebración cristiana central como realidad religiosa inteligible y jugosa para todos, jóvenes y mayores. Son las dos facetas que ahora desarrollamos.

  1. La comensalidad, realidad humana básica.

El hecho de comer juntos es, en nuestro mundo occidental, una realidad en declive como si apenas tuviera importancia, como si, demasiado relegada a lo banal de la vida, fuera perfectamente prescindible. Tanto es así que no vemos inconveniente, cuando se da, en solaparla con la atención a un programa televisivo. Es algo lamentable y no porque se pierde una tradición sino porque es síntoma de que algo socialmente importante, como es uno de los momentos privilegiados de la comunicación humana, se está deteriorando y perdiendo. El acto de parar el ritmo trepidante que nos estresa, para sentarnos juntos a la mesa y compartir, al mismo tiempo que el alimento, noticias, ideas, sentimientos y proyectos, va mucho más hondo del acto fisiológico de suministrar ‘carburante’ al organismo. La comensalidad (o convivialidad) es una auténtica virtud, de alcance sorprendente, para recuperar un cierto nivel de calidad de vida. Si no ha sido considerada así, no es extraño que tampoco haya sido tenida en cuenta a la hora de mantener su simbolismo en la acción eucarística.

  1. La comensalidad, clave en el proceso de hominización.

Los científicos han estimado que las líneas evolutivas de los seres humanos y de los chimpancés se separaron hace entre 5 y 7 millones de años. A partir de esta separación la estirpe humana siguió ramificándose originando nuevas especies, todas extintas actualmente a excepción del Homo Sapiens. Ahí aparece la conciencia.

¿Cómo ocurrió el emerger de la conciencia? Sólo han permanecido algunos vestigios materiales reconocidos como signos de alguna inteligencia: enterramientos y ritos funerarios, toscas herramientas… De lo que no es posible que queden testigos materiales es del amanecer del lenguaje: el lenguaje simbólico por excelencia es el basado en los significantes acústicos. Para que una especie tenga la capacidad de articular sonidos discretos, se requieren más innovaciones morfológicas, algunas de ellas muy probablemente anteriores al desarrollo de un cerebro lo suficientemente complejo como para pensar de modo simbólico.

Investigaciones recientes consideran que el tránsito de la lucha estrictamente animal por el reparto del botín a la comensalidad tuvo gran influencia en la caracterización de la especie propiamente humana. El fuego, la cocción para uso común de los alimentos, una mayor convivencia al disminuir las luchas para apartar a los otros de los alimentos escondidos, los alimentos cocidos mejor aprovechados, la consiguiente modificación de los órganos bucales, todo esto va perfilando la hominización. La cocina hizo al hombre.

El primer paso lo debieron dar las hembras dando de mamar en comandita a sus retoños tal como acostumbran algunos animales. Aunque el paso del repartir al compartir se dio cuando el instinto se hizo consciente y libre. El proceso de hominización, salto cualitativo, profundo y decisivo, es más el acceso a la comensalidad que el uso de la herramienta. Es de notar que el proceso de hominización aún sigue inconcluso en algo muy importante.

Veamos: hemos alcanzado cotas descomunales en el desarrollo instrumental –la tecnología progresa a pasos de gigante- mientras que la convivencia humana, en su globalidad, apenas si ha despegado de la pura animalidad competitiva. La competitividad ha sido erigida, incluso, en espina dorsal del quehacer humano (enseñanza, deporte, negocio, economía mundial…). Estamos conquistando espacios infinitos mientras asesinamos de dolor y hambre a tres cuartas partes de nuestros semejantes. Por unos pozos de petróleo más competitivos para nuestras máquinas programamos fríamente un cruel genocidio.

¡Qué absurdo despropósito propiciar la competitividad como nervio del desarrollo humano suplantando a la comensalidad, símbolo de la fraternidad solidaria! El símbolo, tan potente, de la comensalidad parece tener alcance universal y no pienso sea reproche étnico afirmar que en algo pueden mejorar las culturas. Todavía cada miembro de la familia come por su lado al llegar a casa, reducido el gesto a lo meramente fisiológico.

  1. 3. El Banquete del Reino

El alcance de la comensalidad es tan universal o universalizable que la convocatoria familiar en torno a la mesa compartida merece ser instaurado con energía en la vida familiar y permanecer, sin apaños artificiales, como acción simbólica nuclear de la comunidad creyente convocada por Jesús. En lo sustancial, el sacramento eucarístico, pues, no necesitaría un especial esfuerzo de enculturación en diversos espacios y tiempos. Y se puede y se debe conservar, no en virtud de una inexistente institución divina, sino por ser un símbolo recio del amor evangélico y del compromiso de lucha por la convivialidad de todos (el banquete del Reino).

Es inmensa la virtud simbólica que posee el compartir juntos el pan. Y qué preocupante resulta que se vaya desvaneciendo la fuerza de la comensalidad en la misma vida familiar ¿No tiene esto algo que ver con el proceso escandaloso que hemos consentido por el que el más denso y vigoroso símbolo de la celebración comunitaria, el ágape fraterno, haya quedado reducido a una ininteligible caricatura: una mesa que no es mesa, una asamblea reducida al celebrante en el rincón de un templo, una hostia en lugar de un pan, unas gotitas de un vino importado (en América y África), pan de trigo y vino, por ejemplo, en una cultura que sólo conoce el maíz y la cerveza…?
Convendrá reflexionar sobre la coincidencia de tres formas de quiebra de la comensalidad: la pérdida del ágape fraterno como símbolo eucarístico, el deterioro del encuentro familiar en la mesa y el dramático desencuentro de la gran familia humana en el reparto del alimento. Algo importante les es común: una innegable deshumanización a través de la pérdida del símbolo y de su contenido. Así no se construye el verdadero “reino de Dios”.

Es significativo que los evangelistas concedan tanto relieve a las comidas de Jesús. Y en las acusaciónes de sus enemigos percibimos que Jesús no se comportaba como un asceta místico o un monje silencioso. Jesús debió ser un agradable comensal. Sus comidas eran también abiertas y acogedoras: otro reproche que le hacían era el de comer con parias y proscritos (“pecadores”). Costumbre sin duda deliberada en Jesús que, por cierto, no sé cómo se concilia con la exclusión de los ‘pecadores’ en la práctica eucarística posterior.

Y seguimos preguntando ¿qué tiene que ver la mesa fraterna con el altar y el sacrificio? El altar lo estropea todo. Hay que reconocer la dificultad del proceso histórico. El símbolo que inicialmente sirvió de instrumento convocante y expresión de la comunidad fue la comida en memoria de las de Jesús (algo obvio, perfectamente doméstico y ‘laico’). Pero estas reuniones debieron densificarse pronto merced al descubrimiento del sentido con el que los discípulos superaron el fracaso del maestro. El fracaso escandaloso de la Cruz fue leído a la luz de su propia tradición más central: el cordero inmolado que les liberó de Egipto y que celebraban comiéndolo en cada cena pascual. La comida cristiana incorporó el simbolismo pascual de la liberación hebrea transformada en éxodo y nueva alianza “para muchos” (con significado de “todos”).
Este símbolo, la Pascua judía, era obvio y del todo legítimo en aquella cultura, pero de ninguna fuerza expresiva hoy. Nuestra Eucaristía no es un altar de sacrificio sino una mesa compartida. Lo que no obsta para que el sentido que tuvieron la muerte y resurrección de Jesús (dejarse matar por coherencia del amor a los demás que desemboca en plenitud de vida) sea vivido hoy por los seguidores del Nazareno como significado último de la mesa compartida. Ésta es la clave que clarifica, a mi entender, una teología eucarística embarullada por la pretendida convergencia de dos símbolos disconexos, la mesa y el altar.

  1. Los símbolos pasan

Los símbolos sólo sirven cuando son significativos de una cultura determinada. El altar del sacrificio del nuevo Cordero pascual acabará desplazando a la Mesa del festín, alimento de la comunidad y constructor del Reino. La recuperación eucarística pasa por la atención prestada a lo peculiar de este proceso. ¿Qué lógica vinculó tan fácilmente a Jesús como cordero sacrificado con el de la primera pascua más allá de la función liberadora de ambos? Su analogía fue posible por el marco religioso-cultural que el sacrificio tuvo en la antigüedad. La mayoría de los pueblos de la época entendían el sacrificio como el acto religioso por excelencia: se inmolaba a Dios un animal que en parte era quemado y/o del que, en parte, los fieles comían como participación simbólica. Así comieron los hebreos el cordero de la Pascua antes de emprender el camino que les alejaba de la esclavitud. Comer la víctima era la forma de participar en un sacrificio agradable a la divinidad. Este fue el elemento de conexión entre la cena pascual y ‘la fracción del pan’ cristiana. Así lo entendieron y entendemos que así fuese. Los primeros cristianos lo reflejaron en su liturgia desde la que trasladaron la expresión simbólica, el llamado relato de la institución de la Eucaristía (¡las palabras de la ‘consagración’!) a la ‘última cena’: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo, ésta es mi sangre de la nueva Alianza”.

El simbolismo propiamente pascual, a mi modesto entender, confunde hoy más que aclara. No conozco ni un solo joven al que le llegue. Sin embargo, el contenido o significado de ese símbolo, es decir, el vivir con aquella radicalidad de amor que a Jesús le llevó a la muerte, queda perfectamente asumido por el símbolo de la comensalidad cuyo contenido es compartir el amor o la fraternidad solidaria con la seriedad del compromiso y servicio total: La última misa en la que mataron a San Romero de América es un prototipo de Eucaristía.

  1. Dios se hace presente en la acogida del corazón

¿Cómo entender esta presencia? No se da en el sentido mágico-mitológico de que las acciones salvadoras históricas de Jesús traspasen el tiempo hasta la actualidad, sino en cuanto que el poder de Dios que resucitó a Jesús nos llama a la vida hoy a nosotros. El misterio eucarístico queda reconducido al más fontal de la presencia de Dios en la criatura. No buscamos en la realidad eucarística una presencia total por parte de Dios que se expresa ya en la creación; lo que sí puede haber es una mayor acogida por parte de la criatura. La presencia divina es un don a la medida del receptor. En el ser humano la medida es exclusivamente su libre aceptación. Lo demás es magia, La realidad a que apunta tanto el simbolismo de participación en el sacrificio de Jesús como el de la mesa compartida es la misma: que la acogida desde el corazón de cada uno de los celebrantes, de los comensales, le lleve a ser transformado por el amor del Padre, constructor de plenitud personal, de comunidad creyente y de ‘otro mundo posible’.

Conclusión

En las reflexiones anteriores he intentando recuperar y resituar la acción simbólica, casi perdida a lo largo de los siglos, que acompaña a la Eucaristía. Acción simbólica además distendida entre dos extremos que distorsionaban el conjunto, altar y mesa, sacrificio y comida. Hemos regresado al simbolismo básico, el de la comida porque el contenido de lo sacrificial (el amor de Jesús al Padre) es precisamente el fruto de la comensalidad (el amor de los hermanos). Resituado, pues, el signo, hemos visto como la “fracción del pan” o “cena del Señor” o Eucaristía nace en el terreno nutricio de las comidas de Jesús. La “comensalidad”, símbolo-realidad, que hemos descubierto como clave de lo más hondamente humano en el proceso de hominización, en los comienzos y, hoy, del de humanización, la ‘comensalidad’, decimos, alcanzó en la vivencia de Jesús su auténtica culminación.

Nos seguimos preguntando si hoy la fracción del pan sigue teniendo sentido y el mismo significado profundo entre los seguidores de Jesús esparcidos por todo el mundo y en la sociedad que está buscando nuevos horizontes de justicia, igualdad y libertad sin encontrarlos. Este sería el tema de las próximas reflexiones.

Fuente: ATRIO

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